miércoles, 28 de septiembre de 2016

RESUELLO



Cuando se le acercó estaba al sol, y apenas si jadeaba y entrecerraba los ojos. Tragó saliva y movió los dedos sobre el puño del estoque como asegurando la sujeción, dio dos o tres pasos cortitos y respiró hondo. Cruzaron miradas y sintió que en ese acto le rogaba piedad, levantó la vista y pudo ver que había una enorme expectativa puesta sobre su desempeño. “Esto no es un deporte” le quiso explicar. “Esto es un arte, un arte que culmina con un acto de amor, y como todo acto de amor conlleva a un sacrificio”, y embistió. Fue terriblemente habilidoso. Un movimiento, un sacudón, y la sangre de la femoral manchando el suelo. Se acercó y lo miró por última vez, le resolló en la cara, como si quisiera recordarle que era un acto de amor… 


jueves, 22 de septiembre de 2016

SILENCIOS




La hija del alcalde era un verdadero desquicio como estudiante de música. Su maestro había llegado a odiar, verdaderamente, la hora diaria de clases que le daba todos los martes y jueves de cada semana. Al llegar el fin de año, cuando todos se preparaban para la muestra, el maestro la integró a un conjunto de cuerdas que actuaría en el Circo Estable Municipal.
Naturalmente, el Alcalde ocupó su Palco Oficial para el acto. Al concluir la presentación, el hombre indignado protestaba frente a su hija “¡Cómo se atreve a sentarte en una silla a no hacer nada delante de mis narices!”
A lo que la niña replicó: No papá, no entendés nada. Los silencios, en la música, son una parte muy importante…


viernes, 16 de septiembre de 2016

AUNQUE YO QUIERA ARRANCARLA



Cuando Francine llegó al barrio fomentó, seguramente sin desearlo, una revolución de testosterona que redundaba en una, muy escasa, resistencia a sus encantos, que pasaré a enumerar para que puedan tener una más exacta dimensión de mi relato.
Esta morocha tenía el cabello como la noche cayéndole en cascada sobre la espalda, una palidez extrema que le daba carácter lumínico a sus enormes ojos verdes, y una especial preferencia por el color rojo, que combinaba permanentemente en su atuendo y daba sensualidad y atractivo a sus labios, acentuando la tentación del beso. Su cuerpo era escultural, con una excitante combinación de curvas y redondeces estratégicamente proporcionales, y con una elegancia muy personal en la manera de vestir.
Enamorarse de ella era casi un acto reflejo, como darse vuelta al verla pasar, o seguirla con la mirada desde el ventanal de La Morada o del Bar La Capilla. Ejercía un magnetismo incontrolable, y para completar el cuadro místico ocupó la casa de Dumont al mil cuatrocientos, que por años había permanecido deshabitada. La pintó, la redecoró, armó jardines en el frente tanto como en los balcones. Pasó a ser la mejor vivienda de la cortada, para envidia de las demás, que habían permanecido inmutables desde su origen.
Todo eso, sumado a su simpatía y buen trato, hacía poco menos que levantar en armas a las demás mujeres del barrio. Pronto comenzó a escucharse una diversidad muy amplia de anécdotas sobre ella, que se repetía, de boca en boca, por lo bajo y con una indisimulada carga de saña.
Yo solía retirarme, por las tardes, al Boston, de calle 9 de julio y Avellaneda, adonde sabía que iba a estar más rodeado de soledad, para escribir. Hasta allí llegó mi amigo el árabe, y al sentarse, en la silla frente a la mía, exhibió un papelito cuadriculado con una serie de números escritos, y simplemente, me dijo “es su número de teléfono”. El silencio entre ambos fue contundente. No tenía por qué dudar de su palabra, ya que él no tenía por qué mentirme, y ambos sabíamos que él no me contaría nada, y yo no preguntaría por lo que no me cuentan Así que todo quedó ahí, como una noticia esperada, como un emblema de la caballerosidad.
Otra tarde, estando en el patio de la casa de la Señora Carlota, en momentos en que estábamos disfrutando de esa refrescante limonada con jengibre que ella suele preparar en las nochecitas de verano, me dijo, mientras acariciaba su barba, me dijo: Esta mujer, con una sonrisita y ese tonito de mosquita muerta, se aprovecha de todos los hombres del barrio, el carnicero le da los mejores cortes, el verdulero le lleva las bolsas a la casa, el almacenero le corta el fiambre más gruesito para que no se le desarme la feta, me parece que es una arpía.
Enseguida hice en mi cabeza una composición de imágenes y traté de imaginarme a Francine con cuerpo de ave de rapiña. No me costó, pero así y todo consideré que la Señora Carlota exageraba.
Una mañana en que desayunaba en La Capilla, Nakamatsu se sentó a la mesa de mi desayuno con un descortezado de jamón y queso que puso a mi disposición y, sin que le preguntara nada, me miró a los ojos y dijo “Esa mujer brilla con luz propia, no sateliza alrededor de nadie. Solo un astro puede estar a su alcance. Mucha personalidad sin arrogancia”. Pensé que era una de las definiciones más acertadas que había escuchado sobre Francine. Era toda una estrella.
Siempre había tenido, yo, un deseo muy marcado de conocerla. Me hubiese gustado que, así como las palabras me surgen al momento de sentarme ante una hoja en blanco, broten también al decidirme a conversar con una mujer, sobre todo siendo tan abrumadora como Francine.
  El cielo estaba color plomizo y eran cerca de las tres y media de la tarde, no hacía nada de frio pero igual había pedido un café doble que revolvía con la vista perdida en el cruce de la ka, en Avellaneda y Mendoza. Lina saltaba los charcos de agua que había dejado la lluvia, y se sostenía el sobrero, tipo Piluso, con la mano derecha, mientras con la izquierda revoleaba el paraguas a cada salto. Entró al bar dirigiéndose directamente hacia donde yo estaba, en realidad, ella me había citado esa tarde para contarme algo que no podía esperar por la urgencia de su calamidad. Con los ojos más grandes que de costumbre y evidentemente exaltada me contó que había notado que a la casa de Francine entraban hombres, a horas extrañas, pero que luego no salían. Esto la había llevado a un estado de alerta, entonces se instaló, como un centinela, frente a la vivienda procurando no ser vista por la dueña, hasta que pudo apreciar que un hombre alto, apuesto, y muy elegante llamaba a la puerta, siendo atendido por Francine quien franqueó el ingreso del susodicho. Al ver que demoraba un tiempo de excesos y no salía de la casa decidió buscar una ventana que le fuera apropiada para corroborar los sucesos interiores de la vivienda, y allí vio lo indeseable. La dama en cuestión, cual Medusa, habiendo convertido al hombre en una estatua de piedra, se volcaba a la tarea de demolerlo a martillazos. Escombros que luego retiraría junto a la basura de la casa.
Si bien yo sabía de la propensión de Lina a manifestar con grandilocuencia ciertas situaciones, sobre todo de las relaciones de pareja, me resultaba difícil superar el estado de consternación en el que su relato me había sumido. Sabía que creerle era una locura superior a la suya, pero no imaginaba que estuviera inventando una sola palabra de su crónica, por cuanto debía esforzarme por intentar hilvanar sus dichos a una realidad posible. Sin embargo, ésta marcada tendencia a comunicarme con la chica de rojo, como yo la llamaba en mi mente, no me permitía la objetividad que Lina merecía.
Estaba a punto de pagar e irme cuando por el ventanal la veo venir a Nora, con sus carpetas abrazadas, como suele llevarlas, entonces me quedé porque hacía mucho que no charlaba con ella, cuando me vio, se acercó a la mesa y sin preguntarme pidió dos cafés.
-Hace mucho que no te veo ¿De dónde venís?
-Del velorio de una conocida. A lo mejor la has visto, se mudó hace catorce meses, por allá, por la calle Dumont…
Inmediatamente las referencias me llevaron a Francine, pero intentando no quedar al descubierto indagué: -¿De dónde la conocías?
-Hicimos un par de años juntas en la secundaria. Luego ella se fue a Europa y no volvimos a vernos hasta que me la encontré en el vivero. Me dijo que se había mudado por el barrio y fui un par de veces a verla. Era escultora, y tenía una enfermedad terminal, así que se vino con la idea de aislarse, no deseaba hacer contacto con nadie, no quería crear nuevas expectativas, propias ni ajenas. Es más, esas dos veces que nos vimos sirvieron para ponernos al día por los años de ausencia, pero luego me pidió que no volviera, y respeté su deseo.
-¿Y cuál era el apellido de Francine?
-Francine La Garde, pero era un pseudónimo, se llamaba Francisca Guardia. Esta mañana la familia vino y se llevó su cuerpo. Otra vez la casa quedará deshabitada.