AUNQUE
YO QUIERA ARRANCARLA
Cuando Francine llegó
al barrio fomentó, seguramente sin desearlo, una revolución de testosterona que
redundaba en una, muy escasa, resistencia a sus encantos, que pasaré a enumerar
para que puedan tener una más exacta dimensión de mi relato.
Esta morocha tenía el
cabello como la noche cayéndole en cascada sobre la espalda, una palidez
extrema que le daba carácter lumínico a sus enormes ojos verdes, y una especial
preferencia por el color rojo, que combinaba permanentemente en su atuendo y
daba sensualidad y atractivo a sus labios, acentuando la tentación del beso. Su
cuerpo era escultural, con una excitante combinación de curvas y redondeces
estratégicamente proporcionales, y con una elegancia muy personal en la manera
de vestir.
Enamorarse de ella era
casi un acto reflejo, como darse vuelta al verla pasar, o seguirla con la
mirada desde el ventanal de La Morada o del Bar La Capilla. Ejercía un
magnetismo incontrolable, y para completar el cuadro místico ocupó la casa de
Dumont al mil cuatrocientos, que por años había permanecido deshabitada. La
pintó, la redecoró, armó jardines en el frente tanto como en los balcones. Pasó
a ser la mejor vivienda de la cortada, para envidia de las demás, que habían
permanecido inmutables desde su origen.
Todo eso, sumado a su
simpatía y buen trato, hacía poco menos que levantar en armas a las demás
mujeres del barrio. Pronto comenzó a escucharse una diversidad muy amplia de
anécdotas sobre ella, que se repetía, de boca en boca, por lo bajo y con una
indisimulada carga de saña.
Yo solía retirarme,
por las tardes, al Boston, de calle 9 de julio y Avellaneda, adonde sabía que
iba a estar más rodeado de soledad, para escribir. Hasta allí llegó mi amigo el
árabe, y al sentarse, en la silla frente a la mía, exhibió un papelito
cuadriculado con una serie de números escritos, y simplemente, me dijo “es su
número de teléfono”. El silencio entre ambos fue contundente. No tenía por qué
dudar de su palabra, ya que él no tenía por qué mentirme, y ambos sabíamos que
él no me contaría nada, y yo no preguntaría por lo que no me cuentan Así que
todo quedó ahí, como una noticia esperada, como un emblema de la
caballerosidad.
Otra tarde, estando en
el patio de la casa de la Señora Carlota, en momentos en que estábamos
disfrutando de esa refrescante limonada con jengibre que ella suele preparar en
las nochecitas de verano, me dijo, mientras acariciaba su barba, me dijo: Esta
mujer, con una sonrisita y ese tonito de mosquita muerta, se aprovecha de todos
los hombres del barrio, el carnicero le da los mejores cortes, el verdulero le
lleva las bolsas a la casa, el almacenero le corta el fiambre más gruesito para
que no se le desarme la feta, me parece que es una arpía.
Enseguida hice en mi
cabeza una composición de imágenes y traté de imaginarme a Francine con cuerpo
de ave de rapiña. No me costó, pero así y todo consideré que la Señora Carlota
exageraba.
Una mañana en que
desayunaba en La Capilla, Nakamatsu se sentó a la mesa de mi desayuno con un
descortezado de jamón y queso que puso a mi disposición y, sin que le
preguntara nada, me miró a los ojos y dijo “Esa mujer brilla con luz propia, no
sateliza alrededor de nadie. Solo un astro puede estar a su alcance. Mucha
personalidad sin arrogancia”. Pensé que era una de las definiciones más
acertadas que había escuchado sobre Francine. Era toda una estrella.
Siempre había tenido,
yo, un deseo muy marcado de conocerla. Me hubiese gustado que, así como las
palabras me surgen al momento de sentarme ante una hoja en blanco, broten
también al decidirme a conversar con una mujer, sobre todo siendo tan
abrumadora como Francine.
El
cielo estaba color plomizo y eran cerca de las tres y media de la tarde, no
hacía nada de frio pero igual había pedido un café doble que revolvía con la vista
perdida en el cruce de la ka, en Avellaneda y Mendoza. Lina saltaba los charcos
de agua que había dejado la lluvia, y se sostenía el sobrero, tipo Piluso, con
la mano derecha, mientras con la izquierda revoleaba el paraguas a cada salto.
Entró al bar dirigiéndose directamente hacia donde yo estaba, en realidad, ella
me había citado esa tarde para contarme algo que no podía esperar por la
urgencia de su calamidad. Con los ojos más grandes que de costumbre y
evidentemente exaltada me contó que había notado que a la casa de Francine
entraban hombres, a horas extrañas, pero que luego no salían. Esto la había
llevado a un estado de alerta, entonces se instaló, como un centinela, frente a
la vivienda procurando no ser vista por la dueña, hasta que pudo apreciar que
un hombre alto, apuesto, y muy elegante llamaba a la puerta, siendo atendido
por Francine quien franqueó el ingreso del susodicho. Al ver que demoraba un
tiempo de excesos y no salía de la casa decidió buscar una ventana que le fuera
apropiada para corroborar los sucesos interiores de la vivienda, y allí vio lo
indeseable. La dama en cuestión, cual Medusa, habiendo convertido al hombre en
una estatua de piedra, se volcaba a la tarea de demolerlo a martillazos.
Escombros que luego retiraría junto a la basura de la casa.
Si bien yo sabía de la
propensión de Lina a manifestar con grandilocuencia ciertas situaciones, sobre
todo de las relaciones de pareja, me resultaba difícil superar el estado de
consternación en el que su relato me había sumido. Sabía que creerle era una
locura superior a la suya, pero no imaginaba que estuviera inventando una sola
palabra de su crónica, por cuanto debía esforzarme por intentar hilvanar sus
dichos a una realidad posible. Sin embargo, ésta marcada tendencia a
comunicarme con la chica de rojo, como yo la llamaba en mi mente, no me
permitía la objetividad que Lina merecía.
Estaba a punto de
pagar e irme cuando por el ventanal la veo venir a Nora, con sus carpetas
abrazadas, como suele llevarlas, entonces me quedé porque hacía mucho que no
charlaba con ella, cuando me vio, se acercó a la mesa y sin preguntarme pidió
dos cafés.
-Hace mucho que no te
veo ¿De dónde venís?
-Del velorio de una
conocida. A lo mejor la has visto, se mudó hace catorce meses, por allá, por la
calle Dumont…
Inmediatamente las
referencias me llevaron a Francine, pero intentando no quedar al descubierto
indagué: -¿De dónde la conocías?
-Hicimos un par de
años juntas en la secundaria. Luego ella se fue a Europa y no volvimos a vernos
hasta que me la encontré en el vivero. Me dijo que se había mudado por el
barrio y fui un par de veces a verla. Era escultora, y tenía una enfermedad
terminal, así que se vino con la idea de aislarse, no deseaba hacer contacto
con nadie, no quería crear nuevas expectativas, propias ni ajenas. Es más, esas
dos veces que nos vimos sirvieron para ponernos al día por los años de
ausencia, pero luego me pidió que no volviera, y respeté su deseo.
-¿Y cuál era el
apellido de Francine?
-Francine La Garde,
pero era un pseudónimo, se llamaba Francisca Guardia. Esta mañana la familia
vino y se llevó su cuerpo. Otra vez la casa quedará deshabitada.