EL
RELATOR
Cuando llegaba de la
escuela se ponía a hacer los deberes rápido para que la mamá le diera permiso
para ir a la canchita del barrio.
Allí todos los días se
armaban unos partidos hermosos, y siempre eran a partir de las veinte, que era
cuando ya todos habían vuelto de la fábrica.
Generalmente, él se
ponía la camiseta de su equipo y salía corriendo para el partido, mientras la
mamá se quedaba preparando la comida para la cena. Pero a veces, cuando podía,
lo iba a ver. Él se instalaba en el medio de la cancha, arriba de un esqueleto
abandonado de soporte para tanque de agua, y con una paleta de lavarropas,
viejo, de esas que parecen un embudo gigante, daba inicio al encuentro y lo
relataba paso por paso.
Un día la mamá estaba
enojada porque le había aflojado las notas en matemáticas y geografía. La
penitencia fue clara “No hay más cancha hasta la semana que viene”.
Él lloraba
desconsolado, con la cabeza hundida en la almohada, cuando golpearon la puerta.
La mamá abrió y se encontró con un grupo de muchachones con cara de forajidos,
de pantalones cortos y todos con la misma camiseta, que le preguntaban por su
hijo. “Nada, nada” dijo ella “Primero está la escuela”
Se miraron entre sí, y
el grandote, que tenía la pelota en la mano, con voz gruesa, replicó “Es la
final, señora. Y el partido no se hace si el pibe no relata”