jueves, 24 de noviembre de 2016

PUNTOS DE VISTA



Con todo aquello cuyo formato se lo permitía, construía un micrófono y jugaba con ello. Era el locutor, el conductor, el maestro de ceremonias…

Cuando terminó el colegio secundario, con la edad suficiente, le dijo a su padre que deseaba ser locutor. El hombre lo sentó frente a él y le preguntó severo: Has vivido toda tu vida en este barrio ¿Cuántos locutores ricos y famosos has visto en el vecindario?
-¡Ninguno! –respondió urgente
-¿Entonces? –repreguntó el progenitor -¿Eso qué te dice?
-¡Que tengo todas las posibilidades! 



lunes, 21 de noviembre de 2016

APRENDIZAJE



-¿Aparissi?
-¡Presente!
-¿Betancourt?
-¡Presente!
-¿Cortez?

Se hizo un silencio extraño en el curso. Automáticamente, todos, miramos a Corina Cortez, que se sentaba en uno de los primeros bancos, en la segunda fila, y miraba a la profesora sin emitir palabra.

La profesora, con el poder y la autoridad que le confieren el cargo y la función, dentro del aula, repitió con tono examinador, severo: “¿Cortez?”

Corina ni desvió la mirada. La tenía casi enfrente, e irrumpiendo el silencio reinante replicó, “Si usted me está mirando, y ve que estoy acá, qué sentido tiene que le grite presente”

Son las normas de la institución, Corina –dijo la profesora –cuando yo paso lista, el alumno me dice presente. ¿Y si el alumno no contesta? Preguntó Corina con mucha educación. –Si el alumno no contesta se va a la Dirección –Dijo la profesora evidentemente molesta.
-No tiene lógica, profesora –argumentó Corina respetuosamente –si usted no puede certificar que el alumno está presente, no puede enviarlo a la Dirección.
-Es que, en este caso, yo lo estoy mirando, al alumno
-Eso tiene menos lógica aún, profesora. ¿Cómo puede ser que ese método le sirva para amonestarme y no para certificar mi asistencia?

La profesora, sensiblemente molesta, levantó la voz: “Venís a este colegio desde primer grado, cómo puede ser que no hayas aprendido nada”
-Sí que he aprendido, profesora –dijo Corina sin modificar en nada su correctividad y elocuencia –he aprendido a pensar y discernir, para forjar un criterio y aplicarlo en la medida en que sea necesario. Lo que usted me está pidiendo es obedecer. ¿Qué la enorgullece más habernos enseñado?


viernes, 11 de noviembre de 2016

CAPRICHOSO DESTINO



Siendo muy joven le vaticinaron que su muerte se produciría por algo que caería del cielo, y él se convenció de que su historia estaba signada. Desde esa premisa vivió su vida con cuidados extremos como encerrarse los días de lluvia, no atravesar lugares por los cuales hubiera gente haciendo labores de altura, ni siquiera asomar la nariz ante la predicción de una tormenta eléctrica. Es más, había hecho retirar todas las arañas y lámparas colgantes de la casa reemplazándolas por spots de pared. No estaba arrepentido de todo ese extremo de cuidados, así había logrado llegar a los ochenta y dos años, y los festejaría el fin de semana en compañía de sus hijos y nietos.

Como el día estaba prístino, decidieron hacerlo en el jardín posterior de la casa, cerca del parrillero y a la sombra de la parra. Estaban cantando el Feliz Cumpleaños, o brindando, o algo así, cuando a uno de los bisnietos, que se había trepado al techo, se le resbaló la tortuga de las manos, golpeó en la canaleta y cayó de canto sobre su cabeza. “Caramba, el destino tiene circunstancias de las que no se puede escapar”, dijo el doctor al firmar el certificado de defunción.- 


miércoles, 2 de noviembre de 2016

EL SASTRE DE ANUANG



Terriblemente enojado, el rey Q’in, de la dinastía Han, monarca de Anuang, del Valle de Yangtzé, en China imperial, caminaba de uno a otro lado del inmenso salón del palacio, dando gritos porque no entendía por qué los reyes de las aldeas vecinas se movían, entre los pobladores, casi inadvertidos, mientras él, cada vez que recorría el poblado, recibía abucheos anónimos y algún que otro grito de repudio a su gestión, lo que provocaba que terminara el paseo, casi siempre, con alguna ejecución.

Ordenó a su mano derecha recorrer las aldeas del Valle de Yangtzé a fin de descubrir en qué consistía la diferencia. Después de tres días con sus noches el comisionado regresó e informó a su majestad que la única diferencia era lo que todos tenían en común, menos él, el sastre. A lo que el rey le ordenó presentar a ese sastre ante él en veinticuatro horas, si deseaba mantener su cabeza unida al cuerpo.

Cuando estuvieron frente a frente el sastre y el monarca, el aire podía cortarse con un cuchillo, se midieron sus miradas, y el momento trascendió el largo período de la Dinastía Han. El rey, sin titubeos, ordenó que le hiciera una capa de invisibilidad, tal como lo había hecho con sus vecinos. El anciano se acomodó los anteojos y supo que su vida iba en ello. Tanto negándose a la confección de la capa, como accediendo a hacer algo que sabía no iba a funcionar con los resultados anhelados. Astuto, el anciano maestro, decidió ganar tiempo, y dijo al rey: “Debo mandar a tejer las telas, Majestad, y eso consumirá cien días, y luego ocuparé otros setenta y siete en la confección de la prenda”. Mas, luego, a modo de comentario, advirtió al rey que la magia del género solamente fluiría si la energía del corazón lo impulsaba. “Así que tiene tiempo, su Majestad, para sumar órdenes y bandos de equidad, justicia y contemplación, para que el influjo en las prendas comience a actuar inmediatamente”.

En el año de la rata, a la hora del tigre, el sastre entregó la capa al monarca, y este sin demora, la prendió a sus vestiduras, hizo ensillar su palafrén y salió a recorrer Anuang.

Los mercaderes se ocupaban de sus puestos, el orfebre estaba exhibiendo sus obras, el herrero abocado a su arte, los campesinos preparaban la tierra para la siembra, los pescadores llevaban en sus carros los pescados al mercado, y así recorrió toda la aldea y nadie notó su presencia. No hubo abucheos ni palabras de repudio, entonces. Conmocionado, como estaba, regresó a su palacio y le dijo al sastre que le parecía poco lo que había cobrado, que pidiera algo más. Entonces el anciano se acomodó los anteojos, pestañeó y le alcanzó un papel con una frase escrita mientras le pedía que se encargara de que dicha frase luciera en el salón principal del palacio siempre, del modo que todos, pero sobre todo él, pudieran leerla y reflexionar sobre ella a diario.

Y así fue. Desde entonces -y hace más de dos mil años- puede leerse, en un tablero dorado frente al trono de Q’in, de la dinastía Han, la frase:
“El atavío da imagen al cuerpo, pero lo que se aprecia de un hombre habita su corazón”.-