¡Ahora dice que escucha voces! Ni siquiera se hace cargo de esa dualidad extremadamente humana que se detiene entre la culpa y la expiación como actores de la materia moral del animal humano.
De niños nos vemos libres por el mundo, sin cadenas, corriendo alegres por un sitio hecho de transparencias. Creemos, valoramos, y poco a poco vamos creciendo y descubriendo otros límites de aquella primera mirada. Y en esas transformaciones algunos recurren a todo aquello que les proporciona el poder para romper las barreras del pudor. Se vuelven transgresores, indebidos, inoportunos, es decir que toman el camino que conduce de modo inexorable a la vergüenza.
Y también es un fastidio la vergüenza, más allá del bien y del mal. La raíz etimológica de la palabra es la que nos da la explicación “verecundus”, algo así como una tendencia a un temor excesivo ¿De qué modo puedo vencer ese temor? Que me impide, en todo momento, poder decir “este soy yo”, diferenciarme de los demás, salir del montón.
Cuando aprenda lo que debo hacer lo voy a marcar a fuego para que permanezca en mi memoria. Pero solo lo que no deja de hacer daño permanece.
¿Recordará José haber sido buena persona? ¿Su infancia en Tucumán? ¿El viaje al sur? Tal vez debido a los paisajes del lugar en que habitaba, que carecía de horizontes, no logró atravesar una fase teológica en su formación cultural. Se perdió, no entendió quién era el prójimo, o tal vez creyó que se le venía el apocalipsis.
No lo vamos a saber porque ha perdido la memoria. Nada menos que la memoria, ese valioso patrimonio que construye su identidad y establece las condiciones históricas y culturales de toda la sociedad.
Lo que debemos descubrir es qué perdió primero, si la memoria o la vergüenza.
Por ahora solo es un fantasma, porque él no está en su cuerpo, por eso no va a poder explicar nada. Y tal vez sea solo una cáscara y por dentro esté verdaderamente muerto. Muerto de miedo, muerto de pena, muerto de vergüenza…
De todos modos él no debe ser el chivo expiatorio sino la punta de la madeja.