INDEPENDENCIA,
UN SENTIMINETO QUE FLAMEA
Uno de los sentimientos, de las emociones, que se rescatan
de manera indiscutible, desde los últimos años, está íntimamente relacionado
con la pertenencia y el origen. Se volvió magia sentir el orgullo de ser argentino
y demostrarlo públicamente. Cantar el himno a gritos, llorar ante los símbolos
patrios, desear exponerlo, sacarlo, envolverse en celeste y blanco. Con nobleza
creo que ese fue el propósito de aquellos hombres, los de 1816, los que ya
estaban signados, elegidos, y hasta el día de hoy, cuando abrimos un libro de
historia conservan su etiqueta, “Los Patriotas”
No obstante durante años las fechas patrias solo han servido
de excusa para desempolvar y sacar a relucir símbolos que a veces ni siquiera
recordamos lo que representan. Infinidades de veces al escribir la palabra
“Patria” nos pareció un abuso de semántica y la cambiamos por otra, como país,
nación o comunidad.
Todo eso cambió, en un esfuerzo se logró que el pueblo se
sintiera hijo y padre de esta Patria, el bicentenario de la revolución fue la
muestra palpable del sentir nacional y patriótico de la argentinidad que
formamos. Sin duda nos sentimos libres ¿Del mismo modo nos sentimos
independientes?
Dependencia, independencia, autodependencia. Es menester
primero entender qué es la Patria, para luego determinar si somos
independientes. En estos días, después de haber hablado con muchas personas, de
haber agotado los recursos para desmenuzar el tema y llegar a lo más íntimo del
concepto, sólo me quedó la conclusión de que la patria es un largo afecto, como
un amor inconcluso. Calles que te hacen retornar, caras que te hacen añorar,
perfumes que te hacen acordar, alguna tarde que te emociona. Y lo demás un
invento, un temido invento que transformó a la patria en una excusa. Quizás la
excusa exacta para matar, secuestrar, o dejarse matar. Los que vivimos la
horrible década del setenta pensamos en la guerrilla y recordamos “Patria o
Muerte”, esa era su consigna. Mientras que los militares hacían aparecer los
cadáveres de los guerrilleros con una leyenda que decía: “Patria, Dios o
Muerte”. Esto me hizo pensar en que la patria de los guerrilleros y los
militares era la violencia.
Me asusta, ahora, pensar en la idea de desafectar al pueblo
de un sentimiento tan puro y tan bonito para dejarlo, otra vez, en manos de
especuladores y manipuladores.
No puede ser la Patria la violencia, debe haber otro
concepto.
Alguien,
en medio de las tantas charlas que mantuve, dijo a la sazón: “La patria es un
invento de la pasión del hombre para dividir las naciones”. La frase quedó
dando vueltas en mi mente por varios días con sus noches. La patria como un
invento de la pasión. Y no sé por qué extraña causa comenzó a dibujarse en mi
imaginación la figura de hombres apasionados en sus vidas, como Martín Fierro,
o más notablemente Juan Moreira, quien encierra en su apellido,
anagramáticamente, su destino. Moreira morirá, y será un héroe de una legalidad
que no es la jurídica, sino la honorable y buena ley del duelo, para la que había
que ser bien hombre. Este personaje transcurre toda su historia brincando entre
el malvado sanguinario y el justiciero popular, de la manera más injusta. Sin
embargo, pese a su inadaptabilidad, Moreira tiene la virtud de la sumisión,
reconoce la jerarquía, y es aprovechable por el lado de su fidelidad perruna a
un amo hábil como el Dr. Alsina, quien “podía dominarlo con la expresión de la
mirada”, porque en él, el gaucho, el héroe, creía estar custodiando los mejores
derechos de su gente y de su patria. Nunca
imaginó que el costo político fuera terminar con su propia vida como ejemplo de
exterminio del vandalismo nacional.
Y
seguramente Moreira entonces, ustedes y yo ahora, coincidimos en la pregunta ¿Cuál
de los dos era la patria?
Tal
vez los dos. O tal vez sólo sean una consecuencia de ella, como militantes
comprometidos con una causa noble, y por ello es que se autodenominaban
patriotas, cuya orden que mandaba arriesgar sus vidas era ¡Viva la Patria!
Porque
en los campamentos, cuando el centinela detectaba una presencia sospechosa
gritaba: ¿Quién vive? y la respuesta correcta, el salvoconducto que permitía
seguir avanzando era: ¡La Patria! Las fiestas mayas eran, por antonomasia, las
fiestas patrias; y el mayor elogio que podía hacerse a un hombre público era
decir que era un patriota. A tal punto la idea de Patria incluía a todo aquello
que fuera benéfico o común a todos, que las escuelas del interior que eran
sostenidas por el Estado se llamaban “Escuelas de La Patria”. Y los caballos
orejanos que se incorporaban al Ejército se denominaban “Caballos Patrios”. Patria
era, pues, un concepto amplísimo, abarcativo de todo aquello que se sentía como
propio. Por eso es difícil entender el oxímoron “La Patria es el otro”
Y
si decimos que patria es ese patrimonio heredado de nuestros padres (Caprichosa
la común etimología de los tres vocablos: patria, patrimonio, padres) obliga
pensar entonces quiénes fueron los dueños de la patria ¿Y quién es más dueño
que el hombre originario de este suelo? Que fue perseguido, acorralado y devastado.
Ese que desde su cultura aseguraba que “la tierra no pertenece a los hombres,
sino que son los hombres los que pertenecen a la tierra”. Ese, que junto con su
gente se hermanaron a los valles, a los ríos, a las montañas y no entendían de
límites políticos, ni de aduanas, ni de fronteras. Señoreaban este suelo con la
arrogancia y el orgullo de ser hijos de él. En definitiva el orgullo que debe
sentir el auténtico patriota. Pero no utilizaban este término, no lo conocían,
eran de Norte a Sur y de Este a Oeste una sola nación. Todos hijos del Sol y de
esta “Pacha” (que traducido significa “Tierra”), hijos del mismo matrimonio,
por lo tanto hermanos, viviendo con la armonía y las convulsiones de toda
familia.
Hasta
que un día llegaron los barcos llenos de hombres, de pelo amarillo, envueltos
por todos lados, con sus perros cazadores y la peste. Como ellos mismos los
definieron. Y conquistaron, y dominaron, y marcaron límites, y pusieron nombre
a los territorios dentro de esos límites, y distribuyeron jerarquías, y con su
pasión dividieron las naciones en pequeñas patrias que seguramente ellos habrán
jurado, y hecho jurar, defender hasta la muerte ¿Pero, la muerte de quién?
Y
aquí nos volvemos a preguntar cuál de los dos era La Patria.
Hoy
la vida quiere que la pregunta resurja para ver si se encuentra la respuesta.
¿Entonces
cómo vamos a entender qué es “La Patria” si toda esta aculturización del siglo
XV sólo sirvió para obliterar el normal proceso de desarrollo de los verdaderos
hijos de este suelo? Hoy ni siquiera nosotros sabemos de qué lado estamos, y
mientras dudemos y no averigüemos si estamos con los que ganaron o con los que
perdieron, no podremos hablar de Patria, y seguiremos admirando a los que
enfundan sus proyectos en la etiqueta del patriotismo (Hitler, Hussein, Videla,
Galtieri con Malvinas) sin darnos cuenta que hay otros: Sábato, Borges, Cortázar,
Favaloro, que nunca sintieron la necesidad de envolver sus formidables aportes
a la humanidad en envases patrióticos.
Es
hora, a doscientos años de aquel 9 de julio de 1816, no solamente de hablar de
independencia, tema que nos llevaría extensas horas de debate, sino de
reivindicar los valores absolutos de este pueblo, para lo que lucharon los
patriotas, ya que son lo único auténtico que nos une a aquella fecha, y que nos
podría dignificar el sentir patriótico escondido, no en las grandes y magnas
obras de los dirigentes entre comillas, que no se animan a jurar por ella, sino
en su proyección de la idea de Patria, porque mientras el mundo se ensancha en
mercados, a veces volver a lo pequeño, a lo propio, es una forma de
engrandecerse, y plantear desde ahí la independencia.