PERROS
DE LA CALLE
Esa madrugada atravesé
la ciudad desde la terminal de ómnibus Mariano Moreno hasta el mismísimo
monumento a la bandera, esquivando charcos y cortando las calzadas por el
medio, parecía un perro de la calle. Me crucé con un borracho que salía de un
barcito de mala muerte de la calle Cafferata y se sorprendió al verme, con ojos
de susto se pegó de espaldas a la pared y balbuceaba algo inentendible. No soy
el único, pensé. Continué mi camino sin demora, necesitaba llegar cuanto antes
a destino, mi amiga Maya me había llamado al móvil llorando y no quiso contarme
nada sino personalmente. A veces impresionan los fantasmas que alberga esta
ciudad. Cuando me estaba acercando al lugar de encuentro alcancé a divisarla
sentada en un banco del parque, cuando llegué estaba llorando. Lo que vi era
impresionante, tenía la boca hinchada y amoratada, el pómulo izquierdo con un
pequeño corte y el ojo derecho casi cerrado por la hinchazón. La pechera de su
buzo ensangrentada, y cuando me mostró las magulladuras de su cuerpo fue peor,
las costillas, las piernas a la altura de los muslos, la entrepierna. Te
violaron, le espeté sin titubeos, fue una entrega, me dijo, fue Franky. Era su
novio, o por lo menos, era lo que le había hecho creer. Un muchacho bastante
mayor que ella, muy bien parecido, con mucha calle, al que nadie conocía muy
bien, y del que se decían un millón y medio de cosas, y ninguna buena. En
realidad sus acciones eran peores que las que se le asignaban imaginariamente
por eso no me extrañó el relato de Maya. La llevé a casa para que se diera un
baño y le conseguí ropa de mi hermana para cambiarse, después nos tiramos en mi
cama y la abracé, así nos dormimos.
Cuando mamá llamó era
pasado el mediodía.
Como Maya no deseaba que
nadie supiera que estaba allí, salí yo y traje la comida al cuarto. Se comió en
silencio mientras el carrusel recorría estruendoso los pasillos y recovecos
internos alentando quién sabe qué fantasmas o verdugos. Me pidió dormir la
siesta y la dejé, mientras tanto continué leyendo, en silencio, “El fin del
mundo y un despiadado país de las maravillas”, de Haruki Murakami. ¿Cuánto
habrá de cierto entre todas estas palabras? Pensè. Muchas veces detuve la
lectura para observarla dormir, en la incertidumbre de saber de qué modo
solicitaría que la ayude. Aunque podía llegar a imaginarlo. Un año atrás, su
intervención, me salvó la vida, así que le debía lealtad, y ella sabía que
contaba con eso.
La alternativa de la
denuncia policial era inexistente, Maya tenía antecedentes, y de los feos, con
drogas y esas cosas, así que esto requería de un arreglo personal. Si hubiera
habido un padre o un hermano les hubiera correspondido a ellos, pero el primero
desapareció como rata por tirante, y el otro murió a los catorce con un par de
balas policiales, para la justicia eran legales, aunque nunca se aclaró. Cuando
despertó solo habló para pedirme cargar el teléfono móvil, conecté el cargador
y le pregunté si no quería que lo habláramos con Pastor, él tiene amigos
policías. –No confío en nadie que sea amigo de la policía –me dijo, y siguió
–yo te tengo a vos.
Al anochecer fuimos al
cine, la película la eligió ella, “Amy, la chica detrás del nombre”, creo que,
de alguna manera, ella pretendía ser Amy, verse así de independiente, liberada,
resuelta y fuerte, sin tener en cuenta que murió a los veintisiete años de un
paro cardíaco producto de todos sus excesos, de los cuales no podía
independizarse. Evidentemente no era un buen parámetro, y quizás haya sido la
responsable de que Maya tomara, en su vida, solo malas decisiones, aunque
contaba con el agravante de no tener a nadie que la contuviera y aconsejara, su
madre era casi tan perjudicial como su entorno, solo basta con saber que
también se acostaba con Franky.
A la salida fuimos a
comer pizza a “La Argentina”.
Estuve pensando, me dijo, lo quiero marcar, tajearle la eme mayúscula en el
pecho, para que cada vez que se saque la camisa se vea. Dicho esto quedó en
silencio y compulsivamente salió a la vereda y encendió la tuca que siempre
llevaba consigo. Pagué la cuenta y salí a hacerle compañía. Vos me tenés que
ayudar, sentenció, y aspiró el humo hasta que se le llenaron los ojos de
lágrimas, yo te voy a decir cómo, agregó, y ahí se cerró la conversación.
La ciudad lucía
silenciosa, entonces la imaginé amurallada y poblada por unicornios y
habitantes que perdieron su alma y su sombra, como la del despiadado país de
las maravillas, de Murakami. Tal vez sea ese el motivo por el cual le pedí que
no se despojara de su sombra, pero ella no entendió, y tampoco continuó la
conversación, estaba obsesionada con su venganza.
La abandoné en la
puerta de su casa. Ya era la madrugada del otro día y yo quería descansar.
–Mañana te llamo –me dijo, y con un beso en la mejilla entró sin mirar hacia
atrás.
Estimaba que al
volvernos a encontrar sus pensamientos se habrían esclarecidos. Deseaba que
reflexionara antes de tomar cualquier determinación. Alentaba en mí la
esperanza de persuadirla para que me acompañara “al país de las maravillas”,
quería arrancarla de “la ciudad amurallada” y devolverle su sombra. Obviamente
no había tenido en cuenta que para lograrlo era indispensable que ella también
lo deseara.
Nos encontramos en
Esmeralda y Viamonte a pedido suyo. Tenía una campera deportiva con la capucha
puesta, pero podía identificar su manera de caminar a la distancia. Cuando
llegué, antes de saludarme, dijo, acá cerca está el galpón de Benito, y lo
tiene desocupado, es un buen lugar para la marca. Yo simplemente la invitaba a
que reflexionemos juntos, -¿Y qué ganás vos con eso? –pregunté, en lo que
intentaba ser un ejercicio de mayéutica. Maya respondió con fiereza, -que no
pueda estar con nadie más sin que sepa que ya estuvo conmigo-
-Está bien. Pero yo te
pregunto qué ganás vos-
-No me compliqués
–dijo enojada –vos me debés lealtad-
-Lealtad sí, pero no
obediencia-
Furiosa, como estaba,
le hizo señas a un taxi y se marchó. Ese es el problema con “el fin del mundo”.
Los que pierden su sombra pierden el contacto con todo, incluso con su memoria,
y ya no tienen pasado. Me di cuenta en ese instante que mi función en esta
historia no era otra que la del “lector de sueños” y ayudar a Maya a huir con
su sombra.
La llamé al móvil, ya
eran como las diez de la noche, ya está en el galpón de Benito, le dije, me
ayudaron los pibes de la vía. Encontrémonos ahora.
Ya, los dos, frente a
frente, le repetí la misma pregunta -¿Qué ganás vos con esto?
-¡Vos no vas a
entender nunca! –me gritó, –toda mi vida estuve evitando tipos. A mi tío, al
carnicero, al viejo impresentable del bastón de caña. Mi vieja negociaba
conmigo, por dos mangos con cincuenta, con cualquiera. Y yo esquivaba el bulto
una y otra vez. ¿Sabés para qué? Para mantenerme virgen para el tipo que amara.
Y cuando encuentro a ese tipo, me entrega como un paquete, me pasa de mano en
mano como un faso. ¿Qué soy yo, una tira de asado que se comparte con los
amigos?
-Te pido que me
escuches atentamente, Maya. Que escuches lo que te pregunto y trates de
responderlo. ¿Qué ganás vos, en lo personal, con lo que pensás hacer? ¿Te
devuelve la virginidad? ¿Te hace un ser superior sobre el resto de las
personas? Además no creas que Franky se va a quedar con los brazos cruzados.
Vas a desatar una cadena de represalias.
La ira no se hizo
esperar, gritó, pataleó, insultó, si hubiera tenido a mano su guitarra hubiera
atinado a partírmela en la cabeza, creo, lloró, desconsoladamente lloró. La
dejé hasta que se calmara sola, sabía que era inútil cualquier intento. En un
momento buscó el refugio de un abrazo que, sabía, nunca le negaría. Nos
conocíamos desde que ella estaba en la cuna, vivíamos en el mismo pasillo, ya
de chicos jugábamos en el mismo barrial, y los días de lluvia nos armábamos
refugios con cajas de cartón y bolsas de nylon. Nuestras familias, si es que se
les puede llamar así, estaban confiadas de nosotros, o de lo contrario debo
creer que les éramos totalmente indiferentes. Crecimos en el mismo barrio como
hermanos, y teníamos nuestro códigos, y el más importante era el de aceptarnos
tal cual éramos y ayudarnos, y por más duros que fueran los tiempos, la amistad
primaba siempre por encima de todo, aún a riesgo de la vida propia.