jueves, 31 de marzo de 2016

PERROS DE LA CALLE



Esa madrugada atravesé la ciudad desde la terminal de ómnibus Mariano Moreno hasta el mismísimo monumento a la bandera, esquivando charcos y cortando las calzadas por el medio, parecía un perro de la calle. Me crucé con un borracho que salía de un barcito de mala muerte de la calle Cafferata y se sorprendió al verme, con ojos de susto se pegó de espaldas a la pared y balbuceaba algo inentendible. No soy el único, pensé. Continué mi camino sin demora, necesitaba llegar cuanto antes a destino, mi amiga Maya me había llamado al móvil llorando y no quiso contarme nada sino personalmente. A veces impresionan los fantasmas que alberga esta ciudad. Cuando me estaba acercando al lugar de encuentro alcancé a divisarla sentada en un banco del parque, cuando llegué estaba llorando. Lo que vi era impresionante, tenía la boca hinchada y amoratada, el pómulo izquierdo con un pequeño corte y el ojo derecho casi cerrado por la hinchazón. La pechera de su buzo ensangrentada, y cuando me mostró las magulladuras de su cuerpo fue peor, las costillas, las piernas a la altura de los muslos, la entrepierna. Te violaron, le espeté sin titubeos, fue una entrega, me dijo, fue Franky. Era su novio, o por lo menos, era lo que le había hecho creer. Un muchacho bastante mayor que ella, muy bien parecido, con mucha calle, al que nadie conocía muy bien, y del que se decían un millón y medio de cosas, y ninguna buena. En realidad sus acciones eran peores que las que se le asignaban imaginariamente por eso no me extrañó el relato de Maya. La llevé a casa para que se diera un baño y le conseguí ropa de mi hermana para cambiarse, después nos tiramos en mi cama y la abracé, así nos dormimos.

Cuando mamá llamó era pasado el mediodía.

Como Maya no deseaba que nadie supiera que estaba allí, salí yo y traje la comida al cuarto. Se comió en silencio mientras el carrusel recorría estruendoso los pasillos y recovecos internos alentando quién sabe qué fantasmas o verdugos. Me pidió dormir la siesta y la dejé, mientras tanto continué leyendo, en silencio, “El fin del mundo y un despiadado país de las maravillas”, de Haruki Murakami. ¿Cuánto habrá de cierto entre todas estas palabras? Pensè. Muchas veces detuve la lectura para observarla dormir, en la incertidumbre de saber de qué modo solicitaría que la ayude. Aunque podía llegar a imaginarlo. Un año atrás, su intervención, me salvó la vida, así que le debía lealtad, y ella sabía que contaba con eso.

La alternativa de la denuncia policial era inexistente, Maya tenía antecedentes, y de los feos, con drogas y esas cosas, así que esto requería de un arreglo personal. Si hubiera habido un padre o un hermano les hubiera correspondido a ellos, pero el primero desapareció como rata por tirante, y el otro murió a los catorce con un par de balas policiales, para la justicia eran legales, aunque nunca se aclaró. Cuando despertó solo habló para pedirme cargar el teléfono móvil, conecté el cargador y le pregunté si no quería que lo habláramos con Pastor, él tiene amigos policías. –No confío en nadie que sea amigo de la policía –me dijo, y siguió –yo te tengo a vos.

Al anochecer fuimos al cine, la película la eligió ella, “Amy, la chica detrás del nombre”, creo que, de alguna manera, ella pretendía ser Amy, verse así de independiente, liberada, resuelta y fuerte, sin tener en cuenta que murió a los veintisiete años de un paro cardíaco producto de todos sus excesos, de los cuales no podía independizarse. Evidentemente no era un buen parámetro, y quizás haya sido la responsable de que Maya tomara, en su vida, solo malas decisiones, aunque contaba con el agravante de no tener a nadie que la contuviera y aconsejara, su madre era casi tan perjudicial como su entorno, solo basta con saber que también se acostaba con Franky.

A la salida fuimos a comer pizza a “La Argentina”. Estuve pensando, me dijo, lo quiero marcar, tajearle la eme mayúscula en el pecho, para que cada vez que se saque la camisa se vea. Dicho esto quedó en silencio y compulsivamente salió a la vereda y encendió la tuca que siempre llevaba consigo. Pagué la cuenta y salí a hacerle compañía. Vos me tenés que ayudar, sentenció, y aspiró el humo hasta que se le llenaron los ojos de lágrimas, yo te voy a decir cómo, agregó, y ahí se cerró la conversación.

La ciudad lucía silenciosa, entonces la imaginé amurallada y poblada por unicornios y habitantes que perdieron su alma y su sombra, como la del despiadado país de las maravillas, de Murakami. Tal vez sea ese el motivo por el cual le pedí que no se despojara de su sombra, pero ella no entendió, y tampoco continuó la conversación, estaba obsesionada con su venganza.

La abandoné en la puerta de su casa. Ya era la madrugada del otro día y yo quería descansar. –Mañana te llamo –me dijo, y con un beso en la mejilla entró sin mirar hacia atrás.

Estimaba que al volvernos a encontrar sus pensamientos se habrían esclarecidos. Deseaba que reflexionara antes de tomar cualquier determinación. Alentaba en mí la esperanza de persuadirla para que me acompañara “al país de las maravillas”, quería arrancarla de “la ciudad amurallada” y devolverle su sombra. Obviamente no había tenido en cuenta que para lograrlo era indispensable que ella también lo deseara.

Nos encontramos en Esmeralda y Viamonte a pedido suyo. Tenía una campera deportiva con la capucha puesta, pero podía identificar su manera de caminar a la distancia. Cuando llegué, antes de saludarme, dijo, acá cerca está el galpón de Benito, y lo tiene desocupado, es un buen lugar para la marca. Yo simplemente la invitaba a que reflexionemos juntos, -¿Y qué ganás vos con eso? –pregunté, en lo que intentaba ser un ejercicio de mayéutica. Maya respondió con fiereza, -que no pueda estar con nadie más sin que sepa que ya estuvo conmigo-
-Está bien. Pero yo te pregunto qué ganás vos-
-No me compliqués –dijo enojada –vos me debés lealtad-
-Lealtad sí, pero no obediencia-
Furiosa, como estaba, le hizo señas a un taxi y se marchó. Ese es el problema con “el fin del mundo”. Los que pierden su sombra pierden el contacto con todo, incluso con su memoria, y ya no tienen pasado. Me di cuenta en ese instante que mi función en esta historia no era otra que la del “lector de sueños” y ayudar a Maya a huir con su sombra.

La llamé al móvil, ya eran como las diez de la noche, ya está en el galpón de Benito, le dije, me ayudaron los pibes de la vía. Encontrémonos ahora.

Ya, los dos, frente a frente, le repetí la misma pregunta -¿Qué ganás vos con esto?
-¡Vos no vas a entender nunca! –me gritó, –toda mi vida estuve evitando tipos. A mi tío, al carnicero, al viejo impresentable del bastón de caña. Mi vieja negociaba conmigo, por dos mangos con cincuenta, con cualquiera. Y yo esquivaba el bulto una y otra vez. ¿Sabés para qué? Para mantenerme virgen para el tipo que amara. Y cuando encuentro a ese tipo, me entrega como un paquete, me pasa de mano en mano como un faso. ¿Qué soy yo, una tira de asado que se comparte con los amigos?
-Te pido que me escuches atentamente, Maya. Que escuches lo que te pregunto y trates de responderlo. ¿Qué ganás vos, en lo personal, con lo que pensás hacer? ¿Te devuelve la virginidad? ¿Te hace un ser superior sobre el resto de las personas? Además no creas que Franky se va a quedar con los brazos cruzados. Vas a desatar una cadena de represalias.

La ira no se hizo esperar, gritó, pataleó, insultó, si hubiera tenido a mano su guitarra hubiera atinado a partírmela en la cabeza, creo, lloró, desconsoladamente lloró. La dejé hasta que se calmara sola, sabía que era inútil cualquier intento. En un momento buscó el refugio de un abrazo que, sabía, nunca le negaría. Nos conocíamos desde que ella estaba en la cuna, vivíamos en el mismo pasillo, ya de chicos jugábamos en el mismo barrial, y los días de lluvia nos armábamos refugios con cajas de cartón y bolsas de nylon. Nuestras familias, si es que se les puede llamar así, estaban confiadas de nosotros, o de lo contrario debo creer que les éramos totalmente indiferentes. Crecimos en el mismo barrio como hermanos, y teníamos nuestro códigos, y el más importante era el de aceptarnos tal cual éramos y ayudarnos, y por más duros que fueran los tiempos, la amistad primaba siempre por encima de todo, aún a riesgo de la vida propia.

Cuando la vi calmada volví sobre la conversación y le aconsejé que lo dejara al novio en el galpón, total él no sabía quién lo había llevado allí, ni por qué. Estaba atado y con una capucha en la cabeza, en algún momento se iba a soltar y escapar, para ese entonces nosotros ya no debíamos estar en el barrio. Así, con lo puesto, nos mudamos más al centro, salimos a la superficie, como quien dice, y luchamos por volver realidad nuestros sueños. Ella fue la primera en conseguir trabajo, y se anotó para terminar los estudios. A mí me llevó más tiempo, pero no me importó porque pude escapar de los “semióticos” y ayudar a Maya a hacerlo, después de todo solo el amor puede guiar al “lector de sueños”.


miércoles, 30 de marzo de 2016

LA TULLIDA



A un costado del templo, impregnada de una sencillez pueblerina, detrás de una ordenada cerca de ladrillos que no se alzaba a más de ochenta centímetros, y después de un jardín prolijamente decorado con clivias, dietes y agapantos, se alzaba la casita parroquial, que albergaba la sacristía y la vivienda del padre Hilario, el viejo cura de la parroquia, que esa semana festejaría sus setenta y ocho años, y había llegado tres meses después de cumplir los veintiséis.

Al frente de la casa, debajo de la ventana que, precisamente, daba a su dormitorio, el sacerdote, hacía ya muchos años, había hecho colocar una banca de madera, con respaldo, para que esperaran cómodos los feligreses que deseaban entrevistarse con él fuera del servicio. También era el lugar adonde se sentaba a leer, tomar mate, o simplemente a pasar las tardecitas de verano. Allí proporcionaba amparo al calor la sombra de un paraíso que se erguía originario en el terreno y alrededor del cual todo se construyó evitando perturbarlo.

Alguna vez ese fue el centro del pueblo, la torre del campanario, sin ser demasiado alta, sobresalía por encima de todos los techos existentes, y durante muchos años se intentó mantener esa simetría. El trazado de una ruta dio por finalizada esa diagramación y el pueblo comenzó a proyectarse hacia el noroeste, otorgándole a la parroquia la condición de referente para la localización del ingreso, ya que el progreso, en su atribución reformadora, dio salvoconductos para la construcción de torres y edificios que superaban la altura del viejo campanario.

Aurora había sido siempre una mujer sumamente atractiva. Desde niña, apenas comenzaba a destacarse la turgencia de su escote, tenía cautivada a la mayoría de los muchachos del pueblo, y por qué no decirlo, a algunas mujeres también, aunque más no fuera, por su condición competitiva. Algunos hombres consultados recordaban que tenía unos ojos encantadores, como los de Amelia Bence, otros aseguraban que Sofía Loren no tenía nada que no pudiera encontrarse en esta mujer. Mientras que en otro orden de cosas, Amalia, la esposa del farmacéutico, dijo de ella que era una desfachatada, impúdica, irreverente, al tiempo que Benita, que tenía la agencia de loterías y quiniela, declaró cuidadosamente que era muy provocativa, y Alfonsa, la solterona más longeva del pueblo, con una amplia sonrisa indescifrable, emitió sintéticamente, “era un putón hermoso”.

Lo cierto es que Aurora era de esas mujeres que no saben pasar inadvertidas. Era sensual y lo sabía, por eso utilizaba este atributo a su favor en todo lo que pudiera y con quién debiera. Conocía el largo de falda adecuado para conseguir buena carne a mejor precio, el escote debido para que le perdonen la mora en el banco, la pollera y los zapatos correspondientes para que le den fiado en el almacén, en fin, tenía gracia, tenía garbo, decía don Joan Robau, presidente del Centro Catalán, donde ella iba a aprender danza española. Cuando ella comenzaba a menearse todo se detenía para mirarla, recordaba don Joan. Por aquel entonces todavía caminaba y era soltera, luego se casó con un hombre que vino de afuera y puso en el pueblo una agencia de autos. Ceferino Cordero se llamaba. Al principio nadie lo quería. Por forastero, por ponerse de novio con Aurora, por usar traje y corbata todos los días, por cualquier cosa, pero nadie lo quería. La que le empezó a vender los autos fue ella, con su encanto, con sus artilugios, con su no sé qué, de a poco comenzó a convencer a todos de cambiar el coche, y la concesionaria fue prosperando.

Fue justamente para esa época que Aurora comenzó, no solo a asistir asiduamente al servicio dominical, sino a hacerse cargo de ciertos trabajos de orden interno, que incluían a la casa parroquial, como era mantener siempre flores frescas en los floreros, incluyendo el del escritorio, el de la mesa de la cocina y el de la mesita de luz del padre, ordenar los papeles y el libro de visitas, o bien atender el teléfono para dar los turnos para casamientos, comuniones o bautismos. Ella decía que era su manera de agradecer. Naturalmente que los comentarios del pueblo comenzaron a especular con el tiempo que ella pasaba a solas con el cura. Pueblo chico, infierno grande, cita el refrán, y aquí el fuego lo encendieron los rumores mezquinos provenientes de uno y otro lado, sarcásticos, capciosos, tanto en el bar como en el mercado, pero la verdad era que a nadie le importaba la ética o la moral, el único motor susurrante era la envidia. Todos deseaban estar en el lugar del otro, tanto hombres como mujeres.

Aurora, cada vez que se le presentaba la oportunidad, se jactaba de lo feliz que era en su matrimonio. El negocio fue creciendo y les permitió disfrutar de una importante holgura económica, viajar varias veces a Europa y a otras partes del mundo, construirse una casa de ensueño. De lo que nunca hablaban era de la maternidad, o mejor dicho, de la ausencia de esta. No se sabía si había sido una determinación de la pareja o de la naturaleza. Ni siquiera el médico del pueblo podía afirmar nada al respecto porque siempre se hizo atender en la capital, que quedaba a dos horas de viaje y estaba mucho más equipada para estos menesteres. Una noche Ceferino salió a tirar la basura y se demoraba en volver a la casa, ella miró por la ventana y no logró verlo, así que lo esperó unos minutos más y salió a buscarlo. No había llegado ni al contenedor de la esquina. Se hallaba tirado en la vereda, abrazado a la bolsa con los residuos de la casa, pero sin vida. Ver esa imagen fue desgarrador: ella arrodillada sosteniendo el cadáver de su marido entre los brazos mientras gritaba por ayuda en medio de la noche, sola y sufriente. Era casi una representación de “La Piedad” de Miguel Ángel.

A partir de ese momento y después del respectivo duelo, durante el cual lució riguroso luto, tomó la determinación de vender el negocio, por el cual no tardó en recibir una oferta inmejorable de parte de una importante concesionaria de la capital. Eso le permitió vivir sin la necesidad de trabajar, el banco la asesoraba muy bien en inversiones y los dividendos obtenidos le fueron permitiendo despreocuparse por cualquier sobresalto económico. Tenía invertido el capital, y con la renta mensual que le daba, le sobraba para vivir, así que reinvertía el resto. No obstante se la notaba triste, angustiada, a pesar de lo cual continuaba siendo muy atractiva y vital. Demás está decir que el único que la visitaba en su casa era el padre Hilario, que, como un amante fiel, iba por las tardes y se quedaba hasta pasada la caída del sol. Siempre llevando alguna bandejita con escones, facturas o chocolates, lo que permitía presumir que se reunían solo a tomar el té, y a decir del cura, a rezar el rosario. A medida que la viuda se fue reponiendo emocionalmente, retomó sus actividades en el templo tanto como en la casa parroquial. Del mismo modo y directamente proporcional volvieron a revivir los rumores de la chusma.

Nunca aprendió a conducir, no estaba entre sus prioridades, se trasladaba por el pueblo caminando, y a pesar de estar al tanto de los chismes, jamás les dio alguna trascendencia, saludaba a todos los que se le cruzaban con una sonrisa enorme y brillante, y hasta se reunía a tomar el té con algunas de las damas más críticas del pueblo. Una mañana en “El pez gordo”, la única pescadería del lugar, comprando abadejo para el almuerzo, le dio un accidente cerebro-vascular, se desplomó, y se armó un revuelo tremendo porque nadie acertaba a quién se debía dar aviso, y naturalmente llamaron al cura, que se hizo presente casi al mismo tiempo que la ambulancia que él mismo había convocado de urgencia. Primero la atendieron en el hospital del pueblo y luego la derivaron a la capital. El padre Hilario viajó con ella en el traslado, y estuvo ausente del pueblo un tiempo que nadie puede precisar pero que, todos estiman, estuvo con Aurora.

Una vez de regreso, en la primera misa, y al ver que nadie le preguntaba, fue sutil para informar que la paciente se recuperaba y ya estaba fuera de peligro. Él también estaba al tanto de los comentarios, y cuando alguien sacaba el tema se apiadaba de ellos diciendo, “déjalos que hablen que es de lo poco gratis que les queda”.

Una ambulancia se la llevó y una ambulancia la trajo, meses después, y causó una impresión terrible en todos cuando vieron que la bajaban, tullida, sobre una silla de ruedas. Aún así no recibió, de parte de los vecinos, la menor contemplación. Era Aurora. Su cabello, el maquillaje, la piel tersa, la amplia importancia de su escote dejando al aire gran parte de sus pechos, las uñas nacaradas impecables, es más, la parte de sus piernas, de la rodilla hacia abajo, que permitía ver su vestido, sus zapatos, todo lo que se veía, era Aurora. Sin embargo estaba allí, apocadita, en silencio, sin sonrisas, sin parecerse a ella, tanto que algunas malintencionadas deslizaron la idea de que podía tratarse de un maniquí. Pero no. Era Aurora, y el que empujaba la silla era el cura. Prácticamente se convirtió en su chaperón. La llevaba, la traía, la acomodaba en el jardín de la casa parroquial, donde no le molestara el sol, cerca de la banca, debajo de la frescura de la sombra del árbol, y le leía, y las vecinas los espiaban, acariciados por una luz difusa que se colaba por entre la enramada de la acacia.

Una tarde de verano, Sergio y Valeria, parroquianos del lugar, decidieron que su primogénito Benito debía ser preparado en los oficios necesarios para convertirse en monaguillo. El nene había tomado la primera comunión ese año, y todas las noches le pedía a los padres que le leyeran algún pasaje de La Biblia antes de dormir, y creyeron conveniente estimular esa vocación cristiana tan extrema, alentando íntimamente la convicción de que sería sacerdote, como el padre Hilario, que había casado a los padres de ambos, los había bautizado a ellos, les había dado la primera comunión, la confirmación, les había dado el santísimo sacramento del matrimonio, y bautizado a Benito también. Así que, vestidos para la ocasión, los tres salieron para entrevistarse con el cura. Cuando llegaron a la sacristía, golpearon y se sentaron, a esperar ser atendidos, en el escaño, al amparo de la fresca sombra del paraíso, justo delante de la ventana que daba al dormitorio del curita, separados por tan solo cuarenta centímetros de muro, cautelosos, deseando ser atendidos y entendidos por el sacerdote, mientras que, del otro lado, sin que nadie lo supiera, se hallaba Aurora. La ventana cerrada, la casa en silencio, ella arrumbada sobre la silla de ruedas, y el cura sentado en la orilla de la cama mientras afuera esperaban ellos, tensos, sentados, las piernas cruzadas y las manos con los dedos entrelazados por encima de las rodillas, el niño inquieto movía las piernas que le colgaban, para adelante y para atrás, mirándose los zapatos bien lustrados. Aurora casi no podía hablar desde su accidente, así que no lo hacía, y no lo necesitaba, su mirada era demás expresiva, el cura pasó la mano por su cabello y ella le sonrió, Valeria, entre tanto, sacó un rosario. Ella parecía contener la respiración y él avanzaba, se notaba el esfuerzo y la tensión por mover las rodillas. A benito le pareció escuchar un ruido y se lo dijo a su papá que lo hizo callar para que rezara. La mano de Hilario se detuvo más allá de las rodillas y se cruzaron las miradas, ella deseaba saber si aún sentía como mujer. No deseaba ser insensible. Valeria corrió otra cuenta del rosario y Aurora miró las manecillas del reloj que parecían haberse congelado, como si se hubiese detenido el tiempo. Otra vez se esforzó por abrir las rodillas, y fue la mano la que no se detuvo. Las cortinas ocultaban los dos cuerpos de adentro. Afuera la ventana cerrada, la siesta en silencio. Y el reloj mostrando una hora muerta. ¿Qué día es hoy? Preguntó, como pudo, arrastrando las palabras, y el sacerdote no respondió, pero era jueves. Sergio tosió afuera, Valeria corrió la última cuenta del rosario cuando se abrió inesperadamente la puerta. El cura empujó la silla de ruedas hasta la vereda, despidió a la viuda con un beso en la mejilla y les dijo que pasaran, que hacía un calor insoportable. Que ni el Diablo resistiría quedarse afuera.


martes, 29 de marzo de 2016

LA TURCA



Hacía un frío, para mí insoportable, esa bendita mañana de principios de agosto, revolvía el café con leche en el sentido de las agujas del reloj y miraba la espuma buscando el juego infantil de las formas. Recordaba que años antes había visto, por televisión, una imagen que mostraba una constelación girando en medio del espacio negro, y cuando la cámara se alejaba quedaba revelado que se trataba de la inercia del café contenido en una taza que acababa de ser revuelto. Había buscado con mi cámara fotográfica millones de imágenes como esa y nunca, en lo que llevaba de vida, había podido lograrla. Indiscutiblemente la belleza no se encuentra en el objeto sino que es el entrenado ojo del artista el que es capaz de captar ese segundo mágico en el que la magia se produce. En esas cavilaciones me encontraba cuando fui sorprendido por Nora que, al verme en el bar de 9 de julio y Avellaneda, se había cruzado para que desayunáramos juntos. Era un sábado diáfano y transparente que arrastraba la nostalgia de otros en donde podía presumirse la transición primaveral porque había, de a ratos, un solcito que entibiaba como el abrazo fugaz de un amante al amanecer.

Nora no estaba sola. No. Nigella Abdala, me dijo, presentándome a su acompañante. ¿La conocés? La otra mujer me extendió la mano aclarando, decime turca, nomás. Alta, huesuda, pelo enrulado tomado por la nuca con una colita que le llegaba a la mitad de la espalda. Ataviada siempre con polleras o vestidos multicolores largos y anchos, igual que sus sweaters tejidos a mano, todo el año con sandalias franciscanas, con medias en invierno, al decir de Balt-Hazar era toda una “hippona”. La saludé amablemente y las invité a sentarse a la mesa, llamé al mozo con una seña y mientras se acomodaban le comenté a Nori que la noche anterior había tenido un sueño en el que ella había participado. Si no es bueno no lo cuente hasta después del desayuno, mi amigo, se adelantó la turca levantando la mano derecha a la altura del rostro y con gesto severo. Como si el ayuno mantuviera intactas ciertas propiedades premonitorias de lo onírico. Moví la cabeza asintiendo y mirándola a Norita le dije, hubieras invitado a tu amiga a que se nos uniera anoche. Ella sabía que estaba aplicando el sarcasmo. Ya habíamos tenido experiencia con un interpretador de sueños que no nos llevó a ningún lado.

No te confundas, me dijo. Ella interpreta solo sus propios sueños. Y sostiene que todas las personas podemos pasar por una situación de pesadillas cumplidas con mayor seguridad que una de sueños realizados por esa costumbre de contarlas antes del desayuno. Yo miraba a esa mujer a los ojos con cierta incredulidad, aunque al mismo tiempo la certeza con que Nora me hablaba de su talento me sumía en el lago de la incertidumbre. La turca, que al principio me había tuteado ahora me decía, ¿Usted no cree, no? Pero yo estuve más de tres años viviendo en N’djamena, en Chad, entre Sudán y Nigeria y allí descubrí que todo aquello que soñaba, de una manera u otra, se volvía realidad. A veces no era textual. Una vez soñé que mi vecina se bañaba en las aguas poco profundas y pantanosas del lago y la arañaba un gato que venía flotando en un madero. Y eso no quería decir que no debía meterse al agua sino que una mujer cercana la dañaría, y la hermana se escapó con su marido. Luego se suicidó por no haberme creído.

El cielo estaba prístino y yo no sabía de qué modo reaccionar entre lo visto y lo oído. Nora endulzaba su café y evitaba mirarme, tal vez porque ya presentía mi gesto de incredulidad, pero la turca se estaba irritando ante tanto silencio y no pudo con su genio. ¿Me creería si le digo que soñé con usted aún sin conocerlo? Me preguntó de mala manera. No sé qué contestarle, le dije. No me diga nada, agregó y tomó mi lapicera y en una hoja de mi cuaderno anotó su dirección y me desafió a almorzar en su casa ese domingo. Luego se fue.

La miré a Nora que me no me permitió emitir palabra y sentenció, estás siendo prejuicioso, primero conocela, andá a almorzar a su casa y después hablamos. Y no te hagas ilusiones de nada, te va a atrapar su personalidad, pero es lesbiana, como hombre no le interesaste en lo más mínimo.

Así hice. Al otro día busqué dos botellas del mejor vino que tenía en mi pequeña bodega y las envolví de regalo, con moño y todo, y salí primero a romper mi ayuno al pequeño Boston, desafiando esa melancolía de paredón que siempre ostentó, desde la vereda de enfrente, el Carrasco. Ninguna jornada comienza sino a partir del café con leche. Me inquietaba más a medida que transcurrían los minutos, así que antes de pedir nada, la llamé a Nora para desayunar juntos, intentaba convencerla para que me acompañara, y ella se refugiaba en que la invitación había sido personal, que quedaría como una desubicada delante de su amiga. Cuando ya estaba por darle la razón sonó el alerta de un mensaje en su teléfono. Lo leyó y mirándome con los ojos grandes me aseguró sorprendida, era Nigella diciéndome que me dé por invitada. ¿Viste que algo de clarividencia tiene? La miré conteniendo todo comentario sobre lo oracular de los sueños de su amiga y de lo incomprobable que me resultaba que tuviera una pizca de verdad en sus presagios, si lo hacía me volvería a tratar de prejuicioso y se negaría a acompañarme hasta la casita del callejón Loustau.

Nos esperaba en la puerta, abrazó a Nora muy fuerte y me dio la mano. Antes de invitarnos a entrar se encaprichó en que fuera yo quien eligiera en cuál sala de la casa almorzaríamos. Mal podría yo tomar tamaña decisión desconociendo las instalaciones de la propiedad. Pero insistió, de los lugares comunes que conforman las partes de una casa habitación normal ¿en cuál le gustaría que transcurriera hoy nuestro encuentro gastronómico? Con marcada ironía. En la cocina, le dije. Lo sabía, respondió con una sonrisa que le excedía la cara, les he preparado pastel de papas. Adelante. Y cuando estábamos entrando me dijo de manera casi personal, dulce, como a usted le gusta.

Debo reconocer que me sentí en extremo sorprendido. Nadie podría decir con esa exactitud cual era mi comida favorita. Ese plato lo preparaba mi madre cuando era un niño. A la base de carne molida la condimentaba con pasas de uva moscatel, huevo duro y aceitunas, y al puré de papas lo preparaba con azúcar para que quedara dulce, agregándole antes de introducirlo al horno, un espolvoreado de canela. Pero hacía muchos años que nadie me lo preparaba así, y estoy seguro que Nora desconocía ese detalle. Admito que el pastel estaba riquísimo, de hecho me repetí, y que esas reminiscencias de cocina me trasladaron a épocas lejanas inevitables y al recuerdo imborrable de mi madre y las mesas familiares de los domingos, pero aún así no alcanzaba para persuadirme de las dotes de pitonisa que se arrogaba.
    
Desconozco el motivo que te llevó a elegir este lugar, me dijo la turca tuteándome, ella que me venía tratando de usted, como poniendo distancia, y agregó con tono conciliador, la cocina es íntima, es el motor del hogar, no de la casa que es lo material. La cocina se trata de eso, alguien que te quiere y te pasa una receta que le gusta, y vos le retribuís ese amor, o lo homenajeas, cocinándoselo. Por eso dejé de tratarte de usted, porque te has vuelto íntimo, me dijo. Ahora voy a presentarte mi casa, agregó y comenzó a caminar lentamente a mi lado, y mientras me ponía una mano en el hombro me mostró una sala decorada solo con sillones y una mullida alfombra, con las paredes pobladas de fotografías de personas de todas las edades, y me indicaba, este es el salón de los ausentes. Gente que ha pasado por mi vida y me ha dejado algo. Cada vez que sueño con alguno de ellos me recuesto en uno de esos sillones y me duelo por su lejanía.

Siempre guiándome con la mano del hombro fuimos hasta otro salón, este lleno de mesas, mesitas y aparadores, colmados todos con una diversidad incontable de elementos de los más diversos. Llaveros, estampillas, un dedal, autitos, cualquier cosa, todo distribuido sobre los muebles, en estantes en las paredes, en mesitas de luz y ratonas, en clavitos sobre los marcos de las puertas y ventanas, prendidos en las cortinas. Este es el cuarto de las presencias me dijo. Acá está todo aquello que alguien querido me regaló, se olvidó en alguna parte, perdió o desechó, y yo lo atesoré para que siempre esté presente en mi vida y recuerde sus enseñanzas y pueda soñar con ellos.

Y este es el rincón en donde todo pasa, me dijo mostrándome un hermoso sillón muy tentador que se veía sumamente cómodo, y mi primera reacción fue recostarme sobre él. La turca se hincó delante de mí y tomándome una mano me dijo que era necesario que supiera que si me dormía allí todo lo que soñara serían revelaciones de lo que efectivamente sucedería que yo debía descifrar, y sus ojos transmitieron una tristeza inusitada. Nora, que nos había acompañado en absoluto silencio, nos abandonó con la excusa de salir a fumar. Noté que Nigella se callaba con un silencio demasiado lejano y se lo dije. Así las cosas, me respondió y siguió diciendo, yo te dije que te había soñado sin conocerte y no me creíste. El hombre es un cazador que atenta contra sí mismo, y tal vez yo no sepa morir de otra manera y por eso me conformo con hacerlo a contrapelo, de todos modos falta mucho todavía, pero el último día jamás lo olvidarás.