REINA
POBRE
Cuando conocí a
Micaela la noche le tenía vergüenza, y los camioneros la esperaban pacientes
para disfrutar de sus servicios mientras hacían cola para descargar en los
depósitos del puerto, entrando por 27.
“Soy puta”, decía al
presentarse. Pero lo repetía, después, como un acto de contrición. Soy puta.
Se contoneó delante de
un Scania y desapareció en la cabina. Bajó escupiendo y restregándose la boca
con pañuelitos de papel tisú. Cinco minutos demoró, lo mismo que demoraba en
cargar de paco su pipa metálica, de la que fumaba treinta o cuarenta dosis por
día.
“Yo no era así”, me
dijo. Hasta los doce vivía en el Chaco, con mis padres, pero el hambre me
obligó a buscar una salida lejos de mi hogar. Tomé un colectivo y llegué a
Rosario.
Me contó que al
principio dormía en los pastizales debajo de los puentes, mientras que buscaba
trabajo por las mañanas. Pronto se decepcionó y la necesidad la llevó a
prostituirse. Para poder asimilar todo eso conoció al paco.
Me confesó que tenía
dieciséis años y que su verdadero nombre era Miguel. Me mostró una foto que se
sacó en el monumento el día que llegó. Ahora estaba hecha una calamidad. Pesaba
treinta y dos kilos y tenía sida.
En ese momento lo
único que pasó por mi cabeza fue preguntarme ¿Quién consume a quién?
O tal vez, la miseria
y la marginalidad se lo consumen todo…
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