miércoles, 2 de noviembre de 2016

EL SASTRE DE ANUANG



Terriblemente enojado, el rey Q’in, de la dinastía Han, monarca de Anuang, del Valle de Yangtzé, en China imperial, caminaba de uno a otro lado del inmenso salón del palacio, dando gritos porque no entendía por qué los reyes de las aldeas vecinas se movían, entre los pobladores, casi inadvertidos, mientras él, cada vez que recorría el poblado, recibía abucheos anónimos y algún que otro grito de repudio a su gestión, lo que provocaba que terminara el paseo, casi siempre, con alguna ejecución.

Ordenó a su mano derecha recorrer las aldeas del Valle de Yangtzé a fin de descubrir en qué consistía la diferencia. Después de tres días con sus noches el comisionado regresó e informó a su majestad que la única diferencia era lo que todos tenían en común, menos él, el sastre. A lo que el rey le ordenó presentar a ese sastre ante él en veinticuatro horas, si deseaba mantener su cabeza unida al cuerpo.

Cuando estuvieron frente a frente el sastre y el monarca, el aire podía cortarse con un cuchillo, se midieron sus miradas, y el momento trascendió el largo período de la Dinastía Han. El rey, sin titubeos, ordenó que le hiciera una capa de invisibilidad, tal como lo había hecho con sus vecinos. El anciano se acomodó los anteojos y supo que su vida iba en ello. Tanto negándose a la confección de la capa, como accediendo a hacer algo que sabía no iba a funcionar con los resultados anhelados. Astuto, el anciano maestro, decidió ganar tiempo, y dijo al rey: “Debo mandar a tejer las telas, Majestad, y eso consumirá cien días, y luego ocuparé otros setenta y siete en la confección de la prenda”. Mas, luego, a modo de comentario, advirtió al rey que la magia del género solamente fluiría si la energía del corazón lo impulsaba. “Así que tiene tiempo, su Majestad, para sumar órdenes y bandos de equidad, justicia y contemplación, para que el influjo en las prendas comience a actuar inmediatamente”.

En el año de la rata, a la hora del tigre, el sastre entregó la capa al monarca, y este sin demora, la prendió a sus vestiduras, hizo ensillar su palafrén y salió a recorrer Anuang.

Los mercaderes se ocupaban de sus puestos, el orfebre estaba exhibiendo sus obras, el herrero abocado a su arte, los campesinos preparaban la tierra para la siembra, los pescadores llevaban en sus carros los pescados al mercado, y así recorrió toda la aldea y nadie notó su presencia. No hubo abucheos ni palabras de repudio, entonces. Conmocionado, como estaba, regresó a su palacio y le dijo al sastre que le parecía poco lo que había cobrado, que pidiera algo más. Entonces el anciano se acomodó los anteojos, pestañeó y le alcanzó un papel con una frase escrita mientras le pedía que se encargara de que dicha frase luciera en el salón principal del palacio siempre, del modo que todos, pero sobre todo él, pudieran leerla y reflexionar sobre ella a diario.

Y así fue. Desde entonces -y hace más de dos mil años- puede leerse, en un tablero dorado frente al trono de Q’in, de la dinastía Han, la frase:
“El atavío da imagen al cuerpo, pero lo que se aprecia de un hombre habita su corazón”.-


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