miércoles, 26 de abril de 2017

EL RELATOR



Cuando llegaba de la escuela se ponía a hacer los deberes rápido para que la mamá le diera permiso para ir a la canchita del barrio.

Allí todos los días se armaban unos partidos hermosos, y siempre eran a partir de las veinte, que era cuando ya todos habían vuelto de la fábrica.

Generalmente, él se ponía la camiseta de su equipo y salía corriendo para el partido, mientras la mamá se quedaba preparando la comida para la cena. Pero a veces, cuando podía, lo iba a ver. Él se instalaba en el medio de la cancha, arriba de un esqueleto abandonado de soporte para tanque de agua, y con una paleta de lavarropas, viejo, de esas que parecen un embudo gigante, daba inicio al encuentro y lo relataba paso por paso.

Un día la mamá estaba enojada porque le había aflojado las notas en matemáticas y geografía. La penitencia fue clara “No hay más cancha hasta la semana que viene”.

Él lloraba desconsolado, con la cabeza hundida en la almohada, cuando golpearon la puerta. La mamá abrió y se encontró con un grupo de muchachones con cara de forajidos, de pantalones cortos y todos con la misma camiseta, que le preguntaban por su hijo. “Nada, nada” dijo ella “Primero está la escuela”

Se miraron entre sí, y el grandote, que tenía la pelota en la mano, con voz gruesa, replicó “Es la final, señora. Y el partido no se hace si el pibe no relata”



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