jueves, 11 de febrero de 2016



FLOW

El centro de la ciudad estaba aburguesado, las periferias empobrecidas, la clase media que no podía vivir en el centro se alejó de la ciudad y los pobres se alejaron aún más para huir de la degradada urbanización. Por doquier se desplegaba un microcosmos social entre personas afines, como si hubiera que poner la mayor distancia entre uno mismo y las categorías sociales menos favorecidas.

Las calles descuidadas, sucias, carentes de recolección de residuos, ahondaban la desigualdad, y los barrios de los sectores populares eran identificados oficialmente como “zonas peligrosas”. El gran relato de la integración se había desdibujado. La solidaridad se declaraba de manera rimbombante pero no se practicaba. En todo caso, los mejor intencionados hacían algo de beneficencia o colaboraban con grupos de caridad, que lejos estaban de reconocer la igualdad fundamental: “los hombres nacen libres e iguales”, sino que a través de esas donaciones, surgidas a partir de la compasión -lo que también les daba su valor- se liberaban ciertos fantasmas culposos que no hacían más que reforzar las teorías de responsabilidad.

El gobierno estaba en poder de “Los del Uno”, que no era un partido político. Su nombre provenía de pertenecer al uno por ciento de mayor riqueza concentrada. Ellos decidían y regían los destinos de la ciudad. Tenían también las finanzas, la seguridad, el comercio, la prensa, la educación, la cultura y la salud en sus manos. Estaban coordinados por un Director Supremo que reinaba pero no gobernaba, firmaba pero no decidía, pero era el único en aceptar el costo político y cobraba por eso.

En esa ciudad vivía Viyí. En las afueras. Bien afuera. Pero trabajaba en el centro, viajaba, desde su hogar, todos los días en “El integrado”. La estación quedaba a dos cuadras de su casa y bajaba a las puertas del amurallado centro mismo, desde donde caminaba, ya que adentro, para evitar la polución, solamente circulaban los autos de “Los del Uno”, que eran unas máquinas de gran avanzada que no emitían gases porque contaban con ingeniería ecológica de última generación. Importada.

Era menester estar siempre bien identificado en el centro, porque la “Grand Gard”, que era una súper policía con amplias atribuciones, tenía penas muy estrictas si no lograban determinar los antecedentes de alguien. Viyí se manejaba muy bien con todas esas costumbres, además al trabajar cincuenta y seis horas semanales, de lunes a sábado, tampoco le quedaba mucho tiempo para andar paseando por ahí, ni para hacer compras en los centros comerciales, que eso sí tenían permitido, pues el dinero les quedaba a “Los del Uno”. Poseía mucha habilidad para administrar sus horas libres después del trabajo. Para no perder el transporte que lo llevaba de regreso a su casa, que por decreto, debía dejar de funcionar dos horas después del cierre del comercio. Esta medida se tomó debido a que eran excesivas las quejas de los habitantes por la cantidad de sospechosos oscuros que pululaban por los lugares brillantes.

Viyí vivía amoldado a su status quo, no se sentía incómodo, y era consciente que debía moderar sus aspiraciones a la altura de sus ingresos, y que uno de los bienes más preciados que poseía era justamente su empleo, ya que no eran suficientes para todos, y los de afuera los anhelaban de manera codiciosa. El problema le sobrevino cuando su mamá enfermó repentinamente. Sin pensarlo un solo minuto la tomó entre sus brazos y salió con ella hacia el Sanatorio Central, que sabía, era el único en condiciones y sin carencias. Al entrar a deshora al Centro fue detectado por la “Grand Gard”  que enseguida le pidió las credenciales correspondientes, y tras escanearlas le advirtió que debía irse, ya que su identificación era de trabajador diurno. Viyí intentó que el agente ponderara la delicada situación de su madre, pero todo su esfuerzo fue en vano. En un tono bastante más duro y determinante le exigió que abandonara el centro con la advertencia de que su madre tampoco estaba acreditada para utilizar los servicios del Sanatorio Central.

Sin remedio y colmado de ira se dirigió a un hospital, priorizando ante todo la salud de su madre, que después de esperar toda la noche en la sala de guardia a que se desocupara una cama, quedó internada con un estado de salud muy débil. Lo primero que el galeno le advirtió a Viyí es que no tenían en existencia los medicamentos que ella necesitaba.

Ya hacía muchos años que “Los del Uno” no proveían a estos hospitales por considerar que “Los Oscuros”, que eran férreos opositores al sistema, los asaltaban apoderándose de todo cuánto tenían en la farmacia y la enfermería, por lo tanto habían decretado no hacer más inversiones al respecto, aún a costa de la salud de los alejados, como se llamaba a los habitantes de esos suburbios.

Una vez que Viyí compró los medicamentos que necesitaba su mamá y vio que se quedaba tranquila y cuidada se dirigió a su trabajo de todos los días, algo cansado debido a la vigilia y el trajín abordó “El integrado”, en el que viajó haciendo un gran esfuerzo para no dormirse. Al llegar a su trabajo se encontró con la sorpresa de que el gerente de planta lo estaba esperando en su despacho, y había dado la orden de ser visto antes de que tomara el servicio laboral. Allí fue puesto en conocimiento de lo delicado de su situación ante las autoridades, ya que al haber intentado ingresar al centro a deshora estaba considerado “sospechoso” por el sistema de seguridad, lo que implicaba un compromiso con el sistema si lo seguían manteniendo en la firma, consecuentemente se le anunció la desvinculación total de la empresa, tras lo cual se le retiró la credencial de ingreso al centro y la tarjeta de acceso al transporte.

Viyí, a pesar de su perplejidad, intentó argumentar para su defensa explicando la enfermedad de su madre y la urgencia que lo había aquejado la noche anterior, pero no logró ser escuchado, y la “Grand Gard” envió a un móvil que lo escoltara hasta confirmar su salida del centro. Los días subsiguientes los dedicó al cuidado de la enferma, aunque la suerte no lo acompañó. Los médicos le dijeron que habían hecho todo lo que estaba a su alcance, y que de haber estado internada en el Sanatorio Central hubiese salido adelante sin  dificultades.

Con el cadáver de su madre a cuestas, y los últimos ahorros, se dirigió al crematorio “La Bruma”. Sin pompas ni homenaje procedió a la reducción de los restos, que guardó en una urna de aluminio, simple, barata, que más parecía una escupidera, y que terminó completando un rincón vacío en la vieja y despintada casa que habitaban, hasta hacía muy poco, juntos.

Se sentó en la cama, frente al espejo, masticando bronca, mucha bronca. En muy poco tiempo se había quedado sin nada, hasta sin convicciones. Ya no tenía nada que perder y todo le daba igual, así que salió intempestivo hacia la aldea de los callejones, allí habitaban “Los Oscuros”, y ese era su objetivo.

No le costó nada, y tardó muy poco en armar la resistencia, porque el desaliento y la incertidumbre, que es el peor estado del hombre, reinaban en el ánimo y el aliento de cada ciudadano desde que fueron excluidos del centro. Cuando eso sucedió nadie hizo nada, pero produjo un enojo general, en todos, y ese enojo se extendió a lo largo del tiempo, y bien sabido es que el enojo prolongado produce resentimiento. Y eran muchos, sin nada que perder, y con ansias de justicia. Y como si eso fuera poco, acababa de nacer un nuevo líder.

Ya organizados se lanzaron sobre el Centro como langostas al sembrado, destruyendo todo lo que encontraban a su paso, no daban ni pedían explicaciones, las fuerzas de la “Grand Gard” quedaron insuficientes. A los que se escondían adentro de sus casas los sacaban a los empellones a la calle para amarrarlos entre sí y exhibirlos en la plaza principal. Cuando ya todo estaba destruido, tomado, incendiado, con la respiración entrecortada y salpicaduras de sangre, esgrimió el garrote que portaba en su mano derecha y levantándolo gritaba a todos los que oían “Esta ciudad no es solo nuestra casa, es el refugio de cada alma que lo habita. Construido con nuestro trabajo, nuestro sudor, y con la esperanza de una vida mejor. Y cuando Dios no pueda darnos eso, estas paredes de piedra se convertirán en nuestro escudo. Un santuario contra el peligro. Nos protegerán como el acero de una espada. Y aunque nos hicieron creer que se hizo con sangre de gringos inmigrantes, somos pura sangre autóctona. Sintámonos orgullosos de eso”. Una ovación de felicidad estremeció las paredes que quedaban en pie. El Director Supremo, arrodillado sobre el fango sucio, maniatado, humillado y desnudo miró a su alrededor y en medio del griterío revolucionario le dijo a Viyí, “miren lo que han hecho”, y el nuevo líder mirándolo fijamente a los ojos le respondió sin titubeos “No, señor. No se equivoque, esto lo hicieron ustedes”.

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