LA CULPA
-¡Venga
Don Víctor! ¡Venga a ver esto! ¡Apúrese no se lo pierda! –Gritaba desesperada
una vecina que quería que mi padre viera que me había trepado por el fondo a su
higuera para hacerme de algunas brevas, que son tan ricas en su punto y no
cuando ya caen, que están saturadas de fructuosa.
Cuando mi
papá llegó a la escena del crimen me hizo bajar “inmediatamente”, esa fue la
orden, inmediatamente, y me desplomé al suelo. Es que las ramas de la higuera
son así, flexibles, o falsas, porque uno las ve corpulentas, con un diámetro
interesante y tira el pié confiado para pararse en ellas y resulta que ceden,
con el consecuente porrazo de toda su humanidad si antes no ha procurado asirse
de otra rama con sus manos, lo cual en mi caso era imposible ya que con ellas
sujetaba contra mi pecho el preciado botín.
Una vez de
pié y habiendo comprobado que no me había hecho nada y mientras mi padre me
sujetaba por un brazo, la vecina declaró que a ella le importaba muy poco y
nada que me quedara con la fruta pero le preocupaba que pudiera caerme y
romperme un hueso. –Vieja alcahueta –Pensé yo, -si no le hubieras avisado a mi
viejo yo no me caía, vieja hipócrita, falsa como rama de higuera.
Mi padre
me llevó así, del brazo, hasta mi casa que quedaba a la vuelta, fue un papelón
de ochenta metros; cuando llegamos a la puerta me soltó y me dijo cosas que ya
sabía: que no me hacía falta robar, que si se lo pedía a él o a mamá me lo
compraban; y ahí quedé, castigado por todo el día. No podía salir a jugar ni
entraba ninguno de mis amigos. Masticaba bronca con todos mis dientes.
Mi papá no
terminaba de contarle lo sucedido a mamá cuando sonó el timbre. Era la vecina.
Con una olla llena de brevas que, dijo, traía para mí. Y la muy hipócrita
preguntó si yo estaba bien, si no me dolía nada, si me había visto algún
médico. Mamá simplemente le contestó que ya estaba bien y cumpliendo una
penitencia impuesta por mi padre. -¡No era para tanto! –dijo la vieja falsa y
pidió verme. Mi mamá la hizo pasar al comedor de la casa y me llamó para que
fuera, aparecí cabizbajo ya que temía que si la miraba notara toda la bronca
que le tenía y volviera a botonear.
Mamá nos dejó
solos para que habláramos y ella tomándome la pera comenzó con eso de “me
asusté mucho cuando te caíste, porque después de todo ¿qué son unas frutas más
o menos? No tenés que ponerte así… -Es la culpa –la interrumpí, pero ella
pareció no entender porque me dijo que ya había pasado todo y que no debía
sentir culpa… -¡No! –Le aclaré –yo no siento culpa, es usted, usted es la de la
culpa, si recién dijo que las brevas le importaban poco y nada…
Ella se
fue de mi casa sin decir una palabra, con la cabeza gacha, y yo desde entonces
no pruebo las brevas.
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