lunes, 29 de febrero de 2016



EL HOMBRE TRÁGICO




La dulce, la pequeña, la negra, la mi Ramona, la que no tenía un cielo, la que no se lo merecía, la que me arrancaba mentiras en su cama por las siestas y me invitaba a cenar, para no sentirse tan sola, arroz y vino tinto, antes de irse a trabajar, y me despedía luego con un beso, y así disimulábamos, los dos, los billetes por el sexo, me esperaba desnuda y oliendo a jazmines cada vez, deseosa de que la abrazara, le contara historias o le leyera un libro.

El amor es otra cosa, pensaba yo algunas tardes y no me aparecía, pero a la noche extrañaba no haber estado abarcando su contorno en un abrazo, la piel trigueña, la suavidad salvaje de su naturaleza y el cabello azabache brillando en lo más clandestino de su cuarto. Se acostaba siempre de costado, dándome la espalda, y esperaba ser rodeada por mi brazo. A veces, con la mano muy liviana, la acariciaba lentamente y le cantaba suavecito al oído “Seguir viviendo sin tu amor”. Había días en que me extasiaba mirándola bañarse primero y vestirse luego, ambos en silencio, después de habernos hecho el amor, como si las palabras hubieran desaparecido de nuestras gargantas, como si alguien se las hubiera llevado todas. Nuestras miradas se decían lo necesario. Después de todo, cualquier frase carecía de sentido, daba igual decir te amo o hay un lobo aullando en el tejado. Todo sobraba, todo era poco, todo era mentira.

Una vez, con la alegría que suelen ostentar las adolescentes y en un gesto grandilocuente y amoroso me frenó en la entrada y me dijo que cerrara los ojos, y puso en mi mano una copia de la llave de su casa. Me quedé absorto mirándola y me explicó que era por si alguna vez no podía salir a abrirme. Yo pensé en el compromiso infinito que sería si le pasara algo a sus pertenencias, o peor, si fuese a ella a quien le pasara algo y la única copia de su llave fuera mía. Me imaginé la escena y un frío horrible me recorrió la espalda. Debe haberse dado cuenta porque sin más me dijo que si no la quería la dejara sobre el mueble del comedor, y entró, como si nada pasara, tomándome de la mano.

Existían algunos días en que me quedaba escribiendo y no me daba por salir sino hasta la hora de encontrarnos, que no era una hora definida, pero yo sabía que a las mañanas las usaba para dormir hasta tarde y luego salía a hacer las compras, se preparaba después un almuerzo rápido y limpiaba la casa. Finalmente, a partir de la siesta se producían nuestros encuentros. Ella había llenado mi vida, que hasta entonces solamente se completaba de escribir si estaba inspirado, y si no, ver televisión todo el tiempo con el control remoto en la mano, todo en el mismo sillón, siempre en el mismo lugar del sillón. Hasta mi perro había engordado de tanto sedentarismo, y yo iba por el mismo camino.

Después de un par de días de haber desaparecido, una tarde harto de extrañar esas horas de spa para la estima y tal vez deseoso de prolongar mi vida, o mi historia, con la cópula, fui a verla como casi todas las tardes, y me sorprendió recibiéndome con una guitarra entre los brazos. Tengo algo qué mostrarte, me dijo entusiasmada. Arrastró una silla hasta el dormitorio y se sentó frente a la cama en donde yo me había recostado a esperarla, y se puso a tocar y cantar viejos temas de los años sesenta, setenta. Aporreaba esa pobre guitarra y desentonaba baladas de Sui Generis, Alma y Vida, Los Gatos. Yo me sonreía por compromiso, y ansioso por que viniera a la cama, cada vez que finalizaba una le hacía señas dando golpecitos con la palma de la mano sobre el colchón para que se acostara a mi lado. Ella, haciendo caso omiso a mi sugerencia, cada vez que terminaba una canción arrancaba con otra. En un momento, cansado de esto, le hablé mal y prepotentemente le dije que si quería quedarse cantando me lo hubiera dicho de entrada y me iba, que yo no tenía ganas de ver un recital a la fuerza de una pésima cantante. El silencio cayó sobre nosotros pesado como un telón detrás del último acto, y nuestros ojos se encontraron mirándose durante un tiempo largo, finalmente ella sonrió y me dijo “el que no quiere a la música no conoce la alegría” y me alcanzó la guitarra. Las estuve preparando en secreto para hoy, agregó. Es mi cumpleaños. Me sentí patético, petulante, inapropiado. Entonces me reí y le dije que yo también quería cantar, y me puse a interpretar algunas baladas de aquellos tiempos que recordaba y otras que yo había escrito. Así transcurrimos aquella tarde, también había cocinado una torta que comimos en la cama acompañada de un riquísimo vino que había comprado sacrificadamente con ahorros minúsculos. Finalmente le pedí, casi le rogué, que no fuera a trabajar, y nos apoderamos de la noche con el fin de prolongar el festejo. En realidad yo no podía estar seguro de que ese fuera el día de su cumpleaños, así como ella tampoco podía estar segura de que ese día fuera yo a aparecer, como para tener todo preparado, pero todo eso tenía una importancia igual a cero, lo trascendente era el encuentro, y festejar con alegría que nosotros, los dos, estábamos allí juntos y cantando sin que ninguno nos lo hubiéramos propuesto.

El verano en que se le dio por hacer artesanías no se me olvidará con facilidad. Había estado dando un paseo por el parque un domingo al mediodía y se había entusiasmado con los puestos de artesanías y se compró un montón de chucherías que atesoraba como si fuesen las joyas de la corona. De haber tenido dinero hubiera comprado muchas más. Se sentía fascinada con todo lo que había visto que se podía hacer con las propias manos. En vano era decirle que cada una de esas personas llevaba muchos años a prueba y error para llegar a lograr esos productos que había visto exhibidos para la venta. Se compró lana de distintos colores, hilos, mostacillas, en fin. Una tarde llego y estaba haciendo un rosario. Parecía una nena jugando con uno de esos juegos de engarces. Del mismo modo que enhebraba las cuentas lo hacía con las palabras, hablaba sin mirarme y me decía que después de hacer varios los iba a vender en las puertas de las iglesias, inclusive me dijo que se animaba a pedirle permiso al cura para poner un puesto en el atrio, y a medida de que le fuera yendo bien haría lo mismo en otras iglesias para ayudar a otras mujeres que, como ella, querían buscar un cambio. Yo me mantenía en silencio porque no sabía cuál de los dos había perdido, en algún momento, el contacto con la realidad. La escuchaba como quién escucha a un niño fabulando con ser un superhéroe, y por momentos pensaba que había perdido la razón y no debía volver más ahí. Pero verdaderamente me enternecía, verla en la tarea y escucharla con ese entusiasmo tan omnipotente me daba por mimarla, contenerla. En un momento se me cruzó por la cabeza invitarla a vivir conmigo, y no sé si, sin querer, lo dije, porque ella cortó lo que estaba diciendo, me miró como sorprendida y preguntó ¿Qué? Que tengo que irme, le respondí asustado.

A veces me llevaba por caminos que yo sabía que no deseaba recorrer, al menos de su mano, sin embargo admito que tenía esa rara influencia en mí, que cuando estábamos juntos, ejercía un poder hipnótico a partir de su inocencia adolescente o de su ignorancia supina que daba en no haber perdido su capacidad de asombro. Si bien era menuda ya no era una niña, y sin embargo se admiraba en cada flor, en cada estrella, que contenía para ella una historia formidable colmada de duendes y hadas que podían descubrirse desde la pureza. Yo escuchaba atento sus relatos aunque renuente y con escepticismo, y aún así me cautivaba con su decir meloso y canturreado. Para esas ocasiones engolaba la voz que normalmente sonaba como una trompeta llamando a zafarrancho.

Como trabajaba de noche, después de hacernos el amor y proferirnos los escarceos amorosos que nuestros lívidos nos incentivaban, ella solía dormir un rato, y yo aprovechaba para mirarla detalladamente porque estando despierta no me lo permitía, se cohibía, la vergüenza le ganaba la partida y comenzaba a hacer mohines como una nena malcriada, en cambio dormida podía yo ver ese rostro moruno, esos labios carnosos, tal como si fuera una modelo de un cuadro de Gauguin. Cuando sonreía, sus enormes dientes blancos y parejos resplandecían en la oscuridad de la pieza. Ella, sin dudas, era el canto de las sirenas y yo su desprevenido Odiseo esta vez no atado al mástil, no su Romeo porque ella nunca sería Julieta, pero tal vez un Werther para su tan Carlota.
A pesar de todo fui espaciando las visitas a su casa, al principio para probar mi amor hasta darme cuenta que no era, y luego para evitar que el suyo fuera. No obstante eso, la pensaba y no podía evitar preguntarme si tal vez ella no estaría igual que yo, añorándola.  

Cierto día llegué a su casa y la encontré en un estado alterado. Lloriqueaba nerviosa, me abrazó fuerte apenas entré y se alegró de mi llegada como si hubiese estado esperándome. Dijo temer que no volviera y que el desconocer los motivos que me habían llevado a ausentarme la hacían sentir en un estado de incertidumbre muy grande. Pasamos directamente al dormitorio y me pidió que le hiciera el amor. Se desvistió de un soplo y arrodillándose sobre la cama inclinó su torso hacia delante hasta quedar con la cabeza tapada debajo de la almohada. Más que una invitación o un pedido era una provocación ardiente que en la sensual redondez de sus formas me condicionaba a una aceptación sin alternativas. Estaba diferente, desconocida, por un momento reafirmé la idea que había prevalecido desde que nos conocimos: algunas de sus facultades estaban alteradas. No te vayas, me pidió. Luego me lo reiteró casi suplicante, te ruego que no me abandones, no me dejes sola. Es necesario, le dije, tengo cosas que hacer y no puedo postergarlas. Me miró a los ojos con desesperación. Estoy seguro que vas a estar bien, la consolé, mañana nos vemos. No estés tan seguro de mí, me sentenció casi al borde del grito, tengo una tentación que espero desaparezca porque si no… Me asusté y no supe de qué modo sería mejor actuar. Temía lo peor y no sabía qué podía hacer si eso pasaba. También me aterrorizaba el modo en que cualquier loca actitud suya podría comprometerme. Yo no la amaba, nunca la amé, no deseaba contenerla y mucho menos tener que estar dando explicaciones por sus incoherencias, solo había sido un desahogo sexual. Terapéutica. Solo soy una pobre mujer, agregó en ese momento, pero si me llamas por mi nombre de mujer… Quiero escuchar tu voz repetir mi nombre, ese nombre por el cual la mujer que hay en mí, responde, dijo mientras se tomaba la cabeza con las manos y comenzó a invadirla el llanto desconsolado. Sentí en ese preciso instante que ella era la perdición, la locura, la muerte y la ruina, para mí y para todos, y al mismo tiempo era una tentación contra la cual apenas podía resistir. Me fui. Tomé la puerta de salida y desaparecí.

Con los años volví a pasar por la esquina de su casa. Me llevó dos semanas tocar a su puerta. Una vez, y otra vez, y otra. Nadie nunca abrió. De vez en cuando sigo pasando buscándola a ella para encontrarme a mí en su posesión, y destruirla para poder ser libre.


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