EL
REPARADOR
-¡Yo lo vi trepar por la ventana! –dijo la señora al
policía.
En esa casa vivía un hombre solo. Mayor, como de ochenta y
dos años, grandote, medía casi un metro noventa. Le decían “el gringo” porque
tenía el pelo cortito y rubio, bien rubio. Los ojos chiquitos eran de un
celeste tan claro que parecían transparentes. La cara colorada y la nariz
grande y redonda, como toronja, los brazos fuertes y unas manos enormes.
El pibe, flaquito, de gorra roja con la visera para atrás,
buzo con capucha por encima de la gorra, pantalones bien anchos y zapatillas
desatadas, lo apuntaba con el revolver y le gritaba:
-¡La plata quiero! ¡Toda la plata!
-Estoy calentando sopa. ¿Querés un plato?
-¡Qué plato ni plato! ¿No me oíste? ¡La plata quiero, o te
meto un tiro!
El gringo se desabotonó la camisa y mostrándole el torso,
con calma chicha, le dijo:
-Siete tengo…
Al flaquito le temblaron las piernas al ver las cicatrices.
Cuando entró la policía se encontró con dos hombres tomando
sopa en la mesa del comedor.
-Entrar, no entró nadie, –dijo el gringo –pero encontré
esto en el patio –y le pasó el revolver del pibe al agente.
-¿Y este quién es?
-Mi ayudante, oficial. No llega a veinte años, y tiene una
mujer de dieciocho y un hijo de dos. ¿Quiere un plato de sopa?
-¿Y usted a qué se dedica?
-¡Reparador! Todo lo que la gente desecha porque cree que
ya no anda más yo, con paciencia, con cariño, lo reparo y vuelve a funcionar.
¿Y usted a qué se dedica?
El policía no entendió la pregunta. Antes de irse repasó
todo el lugar con la mirada y le dijo:
-Cualquier cosa que necesite llame al nueve once.
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