miércoles, 24 de febrero de 2016



MONOCROMOS



El día que iba a asesinar a su cuñado Valeriano Carbone invitó a toda la familia a la chacra para hacer un asado con motivo del cumpleaños de Lola, su hija más chica. Adela, su mujer, ya le había dicho que no hiciera semejante gasto si la nena prefería estar con las amigas que con los parientes. Pero con lo obstinado que era Valeriano decidió llevar a cabo su idea más allá de las consecuencias.

Él solo se había ocupado de todo. Hizo carnear la vaquillona, se había hacho acarrear la cantidad de leña suficiente, en persona sacó la camioneta y fue a buscar el vino y de paso se acercó hasta lo del armenio Tordakián a traerse el pan que había encargado de manera especial para ese día. Mientras manejaba de regreso recordaba la primera reunión familiar que hizo de recién casado. Se había quedado medio corto con el pan, y Doña María Luisa, su suegra, se paró en medio de la comida y le ordenó a sus otros hijos que tomaran a sus esposas y se fueran porque no quería producir gastos innecesarios y dejar en vergüenza a la hija que no tenía pan suficiente para todos. Esa escena bastó para aprender la lección, de hecho todavía la recordaba, aunque al hacerlo se le mezclaban los sentimientos, y ese hecho, que parecía ya olvidado, brotaba, renovando la bronca, el enojo o el resentimiento.

Comenzó a repasar de memoria todo lo que debía hacer, para que nada quedara librado a la suerte. Detuvo el motor a la vera del camino temeroso de haberse olvidado algún encargo, ya sea de Adela, Albertina o Tomasa, que se estaban encargando del postre. Ya seguro de que todo estaba en su lugar y bien encaminado continuó el viaje. En el transcurso y exigido por la felicidad que lo desbordaba, no evitó rememorar minuciosamente cada año de Lola, por quien sentía un inconmensurable orgullo, estaba dispuesto a que la niña se sintiese halagada por la fiesta y considerara a su padre como un superhéroe capaz de obsequiarle los mejores momentos de felicidad en la vida. No alcanzaba a ver que ya se había convertido en una adolescente con decisiones propias, erradas o no, que llevaba adelante con el mismo tesón de su padre. Valeriano se pasaba todo el día fuera de su casa trabajando entonces no alcanzaba a escuchar las diversas quejas y reclamos que la muchacha hacía a su madre respecto del carácter y determinaciones del padre, es decir de él, por consiguiente continuaba suponiendo que todo seguía como cuando Lola iba a primaria y esperaba con ansias la llegada de Valeriano para salir a dar una paseo antes de la cena.

Dobló en un camino de tierra a la derecha y pasó por casa de Chabuca a buscar unas flores, que pensó darían color a la casa y aportarían un clima de alegría a la fiesta. Estaba dispuesto a hacer lo que fuere menester para evitar un mal trago, un mal momento. Solamente deseaba que todo fuera festejo y risas. Aunque bien sabía que existían diferencias sustanciales, que no habían sido zanjadas aún, con algunos integrantes de su familia política, alentaba la íntima convicción de que por ese día permanecieran olvidadas.

Cuando llegó a la chacra algunos parientes ya habían arribado y se sumó a los abrazos de bienvenida, le ordenó a unos peones que descargaran lo que traía y se lo llevaran a la cocina a las mujeres, pidió permiso y fue a supervisar el asado. Se escuchaban las estridencias de las bocinas que saludaban al ir entrando por el camino principal tal como si fuese una caravana organizada para un desfile. Adela y Albertina servían las copas de vino que Tomasa distribuía entre los invitados, el uruguayo Carlés pasaba convidando con empanadas, y los mellizos, que eran hijos del hermano más chico de Adela, junto con el más pequeño de Juan de Dios que era hermano de crianza de Valeriano, ya corrían por todas partes tirándose cascotes. El silencio y la pasividad que caracterizaban acostumbradamente a la finca se habían tomado el día libre, y en su lugar una invasión de risas, murmullos y gritos ponía de manifiesto la existencia real de una familia. Valeriano se alejó un poco de la escena para observar el cuadro desde afuera y se sonrió. Eso era lo que tanto le gustaba.

El último en llegar fue Salvador Castelano Leyes, el hermano mayor de Adela. Lo hizo de manera muy solemne y sobria. Avanzó a paso de hombre por la entrada de la tranquera en su camioneta blanca sin tocar bocina ni sacar los brazos por la ventanilla.

Con Valeriano se conocían desde chicos, y aunque Salvador era un poco mayor siempre anduvieron juntos por todos lados. A medida que ambos fueron creciendo esa amistad se fue afianzando, y hasta se marcharon a estudiar juntos. De ahí la relación de ambas familias, el posterior noviazgo de Adela, y el casamiento sellando la unión de los Carbone y los Castelano Leyes o viceversa.

Cualquiera, de afuera, arriesgaba en comentar lo bien que las dos familias se entendían, y lo contentos que estaban todos al ver el amor que unía a la flamante parejita, no obstante los más observadores percibían con facilidad que no se sentían atraídos por hablar del tema y evitaban con mucha clase y altura cualquier tipo de comentario al respecto, y lo peor, lo que más urticaba a todos era que entre ellos el  amor era verdadero y profundo.

Cuando bajó del vehículo se acercó adonde estaban todos y saludó seriamente tocando el ala de su sombrero, Tomasa le acercó una copa de vino que, ante la mirada de todos los presentes, Salvador rechazó agradeciendo pero aceptó una empanada del uruguayo, le dio la primer mordida y miró alrededor hasta que divisó la estaca en donde asaban la vaquillona y se encaminó hacia allá. Al llegar cruzaron miradas con el cuñado y se saludaron parcos, no hubo abrazos ni apretón de mano, ni conversación amena, un simple “buenas” áspero, espinoso, a contrapelo, que más ardía que saludaba, bastó.

Adela miraba desde lejos, como una directora de escuela observa a sus alumnos en los recreos que se entretengan sin hacerse daño. No dejaba de hablar con los invitados ni de atenderlos como la anfitriona que era, sin embargo no perdía de vista a su hermano ni a su esposo. Con un gesto le indicó a Tomasa que fuera a buscar a Lola, que todavía no había aparecido a saludar y era la homenajeada. Cifraba sus esperanzas en que la frescura de la adolescente pondría paños de agua fresca sobre las tensiones existentes. Además sabía que si Salvador se pasaba de medida con el vino se convertía en un hombre difícil, y ya no estaba Doña María Luisa que era la única que lo dominaba.

Albertina con Benancio estaban acomodando los tablones para tender la mesa. Entre las dos familias, amigos, allegados y trabajadores eran aproximadamente cien personas, y acomodaban manteles, platos, centros de mesa, sillas y cubiertos, servilletas y vasos, en fin, era un ir y venir siempre con las manos ocupadas, y la dueña de casa que supervisaba todo y aprobaba o desaprobaba con una sonrisa o una mueca. Hasta que hizo su aparición Lola, en realidad Dolores de las Mercedes Esperanza Carbone Castelano Leyes, herencia cultural de familias de abolengo venidas a menos pero que nadie se animaba a interrumpir.

La audiencia estalló en un aplauso en honor a la homenajeada, que retribuyó con una enorme sonrisa. Verdaderamente estaba muy bella, descontando la frescura propia de la edad. Sus amigas se abalanzaron sobre ella profiriéndole toda suerte de lisonjas, sus tías fueron sumamente elogiosas, y como era de esperarse comenzaron a aparecer los obsequios, detalle que no había sido descuidado, antes bien todo lo contrario, ya que había una mesa, muy bonita decorada, reservada únicamente para lucir los presentes que le fueran entregados.

Cuando Adela miró para ir ordenando a los invitados que se fueran sentando a la mesa no encontró a Valeriano. Preguntó a Albertina si lo había visto pero no. Luego consultó a Benancio, y tampoco. Finalmente fue Tomasa quien le dijo que el Señor había subido a los dormitorios y le había dicho que iría a bañarse y cambiarse para comer. –Bien –dijo Adela –entonces prepárense que apenas baje comenzamos-. La gente se fue sentando en los lugares que más le gustaba, no hubo un ordenamiento de unos por acá y otros por allá, las únicas que decidieron buscar los lugares todos juntos fueron Lola y sus amigas, por lo demás todo transcurrió con mucha cordialidad. Comenzaron a servir los platos al mismo tiempo que se iniciaban los brindis, a ellos se sumaron algunos comentarios jocosos, bromas y las típicas chanzas familiares.

Adela estaba tan elegante con su vestido verde esmeralda y el cabello recogido, es verdad que se le había encanecido un poco pero le daba un toque muy señorial al oliva de su piel y sobre todo resaltaba el color miel de sus ojos almendrados. Aún así, con la precisión de un águila observaba todo lo que sucedía en el lugar, y vio regresar a Valeriano que se había puesto su traje de gala blanco con la rastra de monedas de plata y las botas color caramelo. En otras oportunidades en que había usado el mismo traje ella le había comentado que le recordaba a Rodolfo Valentino, y a él le gustaba que su mujer lo elogiara en ese sentido. Salvador lo observó con evidente desprecio, él evitó encontrarse con la mirada de su cuñado, y al llegar a la mesa se acercó a su hija, que ocupaba una de las cabeceras, y la besó en la frente antes de sentarse junto a su mujer.   
     
Comenzaron a servir el asado en fuentes que pasaban de un lado a otro de la prolongada mesa, media docena de variedades de ensaladas, todo estaba a pedir de boca, el pan, el vino, los jugos para los niños, hasta el clima había colaborado para hacer de ese día una verdadera jornada inolvidable, había música, alegría, constantemente se escuchaba copas chocando en algún brindis. Valeriano Carbone tocaba el cielo con las manos, y como siempre en estas circunstancias el Diablo metió la cola. Alguien comenzó haciéndole bromas a Lola, diciéndole que escondía al novio para que Valeriano no lo corriera, de allí comenzaron a surgir las anécdotas hasta que finalmente y sin pensarlo la niña le pregunta al tío Salvador como es que nunca tuvo esposa y sigue soltero. El hombre levantó la mirada directamente sobre el cuñado, Adela adivinando la respuesta intervino diciéndole a su hija que ya está bueno de eso, que cambie de tema. Valeriano pretendiendo ayudar y golpeando el costado de una copa con un cuchillo pide silencio para hacer un brindis por el cumpleaños de Dolores. En realidad intentaba recordar a todos el motivo por el que estaban reunidos para evitar que se desviase la atención hacia otro tema. Pero cuando se logró ese silencio Salvador aprovechó para responderle a su sobrina y se escuchó su voz grave y pausada diciendo: -eso debes preguntárselo a tu padre, Lola- El silencio, como una pesada cortina, cayó sobre todos los invitados en ese momento y reinó la tensión. Todos comenzaron a mirarse entre sí.

De pronto Valeriano y Salvador se encuentran treinta y cinco años más jóvenes, frente a frente, están peleando porque según el primero Clarita no siente amor y está jugando la carta más sucia que el otro pueda imaginar, ha escuchado una conversación en su casa entre su padre y el padre de la mujer involucrada y por eso sabe que la joven solamente está a su lado entrenada como una cazafortunas, mintiéndole para aprovecharse de él. Entonces la reacción no se hace esperar y vuela un puñetazo, y otro, y luego más, y se abrazan, lloran juntos con bronca, con desconsuelo, con odio, entonces aparece la muchacha en discordia y sin mediar una palabra Salvador le asesta media docena de puñaladas.

Un griterío descontrolado lo hace reaccionar a Valeriano y se da cuenta de que Salvador, cuchillo en mano, se lanza sobre él con intenciones de vengar aquella época. No entiende bien qué pasa, solo reacciona, da un salto para atrás y saca de la cintura un revolver Magnum 44 de caño octogonal que nunca llevaba encima y siempre reposaba guardado en el cajoncito de su mesa de luz, descargado, es famosa su excelente puntería y sin pensarlo lo demuestra.

El fiscal pidió que durante el proceso y hasta la sentencia Valeriano Carbone permaneciera con prisión debido a que tenía las condiciones económicas para fugarse, y el juez lo avaló. Más de dos años estuvo preso. Afortunadamente las evidencias recolectadas y los testigos, que fueron muchos, pudieron demostrar que fue en defensa propia y no tuvo alternativas. El proceso fue largo. Para él, desde la prisión, el doble. Su abogado le dijo que podía demandar pero no aceptó la propuesta, no le interesaba, como tampoco deseaba todo lo que pasó. Sentía que le había fallado a Lola, a su hija, quería hacer de ese día uno inolvidable pero por otro motivo. Los años fueron pasando inexorables y él se volvió taciturno, silencioso, había días en que no pronunciaba ni una palabra. La niña se convirtió en mujer y dejó el hogar paterno, se marchó primero a otra ciudad, más adelante a otro país. Con la madre habla siempre por teléfono y le escribe, hay veces en que también viaja y aparece por la chacra de visita, las menos.

Valeriano Carbone se fue volviendo cada vez más débil, había perdido el pulso, sus manos temblaban al igual que sus rodillas que parecían no poderlo sostener más, para disimular recorría el predio a caballo pero ya no había hidalguía en él, el animal caminaba apenas, despacito, transportando sobre sí la figura encorvada de un jinete otrora gallardo con prestancia, su memoria se fue perdiendo junto con su cabello, y su voz firme y clara desapareció por completo. Según el doctor Ibarrizcoa se trata de una afección propia de la edad y más común de lo que parece. Hoy, ya anciano, mira los monocromos de aquella reunión, los ojos húmedos pero casi sin recuerdos pregunta a Adela, que siempre está a su lado, por cada uno de los que aparecen en la imagen, hasta por Lola, y entonces llora su mujer. La extraña, quisiera que estuviera viviendo más cerca. Valeriano le pregunta:
–Señora. ¿Por qué hay tanto olor a mierda?-
Ella lo mira por detrás y le responde:
–Vamos, hay que cambiarte.-




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