MONOCROMOS
El día que iba a asesinar a su cuñado Valeriano
Carbone invitó a toda la familia a la chacra para hacer un asado con motivo del
cumpleaños de Lola, su hija más chica. Adela, su mujer, ya le había dicho que
no hiciera semejante gasto si la nena prefería estar con las amigas que con los
parientes. Pero con lo obstinado que era Valeriano decidió llevar a cabo su
idea más allá de las consecuencias.
Él solo se había ocupado de todo. Hizo carnear
la vaquillona, se había hacho acarrear la cantidad de leña suficiente, en
persona sacó la camioneta y fue a buscar el vino y de paso se acercó hasta lo
del armenio Tordakián a traerse el pan que había encargado de manera especial
para ese día. Mientras manejaba de regreso recordaba la primera reunión familiar
que hizo de recién casado. Se había quedado medio corto con el pan, y Doña
María Luisa, su suegra, se paró en medio de la comida y le ordenó a sus otros
hijos que tomaran a sus esposas y se fueran porque no quería producir gastos
innecesarios y dejar en vergüenza a la hija que no tenía pan suficiente para
todos. Esa escena bastó para aprender la lección, de hecho todavía la
recordaba, aunque al hacerlo se le mezclaban los sentimientos, y ese hecho, que
parecía ya olvidado, brotaba, renovando la bronca, el enojo o el resentimiento.
Comenzó a repasar de memoria todo lo que debía
hacer, para que nada quedara librado a la suerte. Detuvo el motor a la vera del
camino temeroso de haberse olvidado algún encargo, ya sea de Adela, Albertina o
Tomasa, que se estaban encargando del postre. Ya seguro de que todo estaba en
su lugar y bien encaminado continuó el viaje. En el transcurso y exigido por la
felicidad que lo desbordaba, no evitó rememorar minuciosamente cada año de
Lola, por quien sentía un inconmensurable orgullo, estaba dispuesto a que la
niña se sintiese halagada por la fiesta y considerara a su padre como un
superhéroe capaz de obsequiarle los mejores momentos de felicidad en la vida.
No alcanzaba a ver que ya se había convertido en una adolescente con decisiones
propias, erradas o no, que llevaba adelante con el mismo tesón de su padre.
Valeriano se pasaba todo el día fuera de su casa trabajando entonces no
alcanzaba a escuchar las diversas quejas y reclamos que la muchacha hacía a su
madre respecto del carácter y determinaciones del padre, es decir de él, por
consiguiente continuaba suponiendo que todo seguía como cuando Lola iba a
primaria y esperaba con ansias la llegada de Valeriano para salir a dar una
paseo antes de la cena.
Dobló en un camino de tierra a la derecha y pasó
por casa de Chabuca a buscar unas flores, que pensó darían color a la casa y aportarían
un clima de alegría a la fiesta. Estaba dispuesto a hacer lo que fuere menester
para evitar un mal trago, un mal momento. Solamente deseaba que todo fuera
festejo y risas. Aunque bien sabía que existían diferencias sustanciales, que
no habían sido zanjadas aún, con algunos integrantes de su familia política,
alentaba la íntima convicción de que por ese día permanecieran olvidadas.
Cuando llegó a la chacra algunos parientes ya
habían arribado y se sumó a los abrazos de bienvenida, le ordenó a unos peones
que descargaran lo que traía y se lo llevaran a la cocina a las mujeres, pidió
permiso y fue a supervisar el asado. Se escuchaban las estridencias de las
bocinas que saludaban al ir entrando por el camino principal tal como si fuese
una caravana organizada para un desfile. Adela y Albertina servían las copas de
vino que Tomasa distribuía entre los invitados, el uruguayo Carlés pasaba convidando
con empanadas, y los mellizos, que eran hijos del hermano más chico de Adela,
junto con el más pequeño de Juan de Dios que era hermano de crianza de
Valeriano, ya corrían por todas partes tirándose cascotes. El silencio y la
pasividad que caracterizaban acostumbradamente a la finca se habían tomado el
día libre, y en su lugar una invasión de risas, murmullos y gritos ponía de
manifiesto la existencia real de una familia. Valeriano se alejó un poco de la
escena para observar el cuadro desde afuera y se sonrió. Eso era lo que tanto
le gustaba.
El último en llegar fue Salvador Castelano
Leyes, el hermano mayor de Adela. Lo hizo de manera muy solemne y sobria.
Avanzó a paso de hombre por la entrada de la tranquera en su camioneta blanca
sin tocar bocina ni sacar los brazos por la ventanilla.
Con Valeriano se conocían desde chicos, y aunque
Salvador era un poco mayor siempre anduvieron juntos por todos lados. A medida
que ambos fueron creciendo esa amistad se fue afianzando, y hasta se marcharon
a estudiar juntos. De ahí la relación de ambas familias, el posterior noviazgo
de Adela, y el casamiento sellando la unión de los Carbone y los Castelano
Leyes o viceversa.
Cualquiera, de afuera, arriesgaba en comentar lo
bien que las dos familias se entendían, y lo contentos que estaban todos al ver
el amor que unía a la flamante parejita, no obstante los más observadores
percibían con facilidad que no se sentían atraídos por hablar del tema y
evitaban con mucha clase y altura cualquier tipo de comentario al respecto, y
lo peor, lo que más urticaba a todos era que entre ellos el amor era verdadero y profundo.
Cuando bajó del vehículo se acercó adonde
estaban todos y saludó seriamente tocando el ala de su sombrero, Tomasa le
acercó una copa de vino que, ante la mirada de todos los presentes, Salvador
rechazó agradeciendo pero aceptó una empanada del uruguayo, le dio la primer
mordida y miró alrededor hasta que divisó la estaca en donde asaban la
vaquillona y se encaminó hacia allá. Al llegar cruzaron miradas con el cuñado y
se saludaron parcos, no hubo abrazos ni apretón de mano, ni conversación amena,
un simple “buenas” áspero, espinoso, a contrapelo, que más ardía que saludaba,
bastó.
Adela miraba desde lejos, como una directora de
escuela observa a sus alumnos en los recreos que se entretengan sin hacerse
daño. No dejaba de hablar con los invitados ni de atenderlos como la anfitriona
que era, sin embargo no perdía de vista a su hermano ni a su esposo. Con un
gesto le indicó a Tomasa que fuera a buscar a Lola, que todavía no había
aparecido a saludar y era la homenajeada. Cifraba sus esperanzas en que la
frescura de la adolescente pondría paños de agua fresca sobre las tensiones
existentes. Además sabía que si Salvador se pasaba de medida con el vino se
convertía en un hombre difícil, y ya no estaba Doña María Luisa que era la
única que lo dominaba.
Albertina con Benancio estaban acomodando los
tablones para tender la mesa. Entre las dos familias, amigos, allegados y
trabajadores eran aproximadamente cien personas, y acomodaban manteles, platos,
centros de mesa, sillas y cubiertos, servilletas y vasos, en fin, era un ir y
venir siempre con las manos ocupadas, y la dueña de casa que supervisaba todo y
aprobaba o desaprobaba con una sonrisa o una mueca. Hasta que hizo su aparición
Lola, en realidad Dolores de las Mercedes Esperanza Carbone Castelano Leyes,
herencia cultural de familias de abolengo venidas a menos pero que nadie se
animaba a interrumpir.
La audiencia estalló en un aplauso en honor a la
homenajeada, que retribuyó con una enorme sonrisa. Verdaderamente estaba muy
bella, descontando la frescura propia de la edad. Sus amigas se abalanzaron
sobre ella profiriéndole toda suerte de lisonjas, sus tías fueron sumamente
elogiosas, y como era de esperarse comenzaron a aparecer los obsequios, detalle
que no había sido descuidado, antes bien todo lo contrario, ya que había una
mesa, muy bonita decorada, reservada únicamente para lucir los presentes que le
fueran entregados.
Cuando Adela miró para ir ordenando a los
invitados que se fueran sentando a la mesa no encontró a Valeriano. Preguntó a
Albertina si lo había visto pero no. Luego consultó a Benancio, y tampoco.
Finalmente fue Tomasa quien le dijo que el Señor había subido a los dormitorios
y le había dicho que iría a bañarse y cambiarse para comer. –Bien –dijo Adela
–entonces prepárense que apenas baje comenzamos-. La gente se fue sentando en
los lugares que más le gustaba, no hubo un ordenamiento de unos por acá y otros
por allá, las únicas que decidieron buscar los lugares todos juntos fueron Lola
y sus amigas, por lo demás todo transcurrió con mucha cordialidad. Comenzaron a
servir los platos al mismo tiempo que se iniciaban los brindis, a ellos se
sumaron algunos comentarios jocosos, bromas y las típicas chanzas familiares.
Adela estaba tan elegante con su vestido verde
esmeralda y el cabello recogido, es verdad que se le había encanecido un poco
pero le daba un toque muy señorial al oliva de su piel y sobre todo resaltaba
el color miel de sus ojos almendrados. Aún así, con la precisión de un águila
observaba todo lo que sucedía en el lugar, y vio regresar a Valeriano que se
había puesto su traje de gala blanco con la rastra de monedas de plata y las
botas color caramelo. En otras oportunidades en que había usado el mismo traje
ella le había comentado que le recordaba a Rodolfo Valentino, y a él le gustaba
que su mujer lo elogiara en ese sentido. Salvador lo observó con evidente
desprecio, él evitó encontrarse con la mirada de su cuñado, y al llegar a la
mesa se acercó a su hija, que ocupaba una de las cabeceras, y la besó en la
frente antes de sentarse junto a su mujer.
Comenzaron a servir el asado en fuentes que
pasaban de un lado a otro de la prolongada mesa, media docena de variedades de
ensaladas, todo estaba a pedir de boca, el pan, el vino, los jugos para los
niños, hasta el clima había colaborado para hacer de ese día una verdadera
jornada inolvidable, había música, alegría, constantemente se escuchaba copas
chocando en algún brindis. Valeriano Carbone tocaba el cielo con las manos, y
como siempre en estas circunstancias el Diablo metió la cola. Alguien comenzó
haciéndole bromas a Lola, diciéndole que escondía al novio para que Valeriano
no lo corriera, de allí comenzaron a surgir las anécdotas hasta que finalmente
y sin pensarlo la niña le pregunta al tío Salvador como es que nunca tuvo
esposa y sigue soltero. El hombre levantó la mirada directamente sobre el
cuñado, Adela adivinando la respuesta intervino diciéndole a su hija que ya
está bueno de eso, que cambie de tema. Valeriano pretendiendo ayudar y
golpeando el costado de una copa con un cuchillo pide silencio para hacer un
brindis por el cumpleaños de Dolores. En realidad intentaba recordar a todos el
motivo por el que estaban reunidos para evitar que se desviase la atención
hacia otro tema. Pero cuando se logró ese silencio Salvador aprovechó para
responderle a su sobrina y se escuchó su voz grave y pausada diciendo: -eso
debes preguntárselo a tu padre, Lola- El silencio, como una pesada cortina,
cayó sobre todos los invitados en ese momento y reinó la tensión. Todos
comenzaron a mirarse entre sí.
De pronto Valeriano y Salvador se encuentran
treinta y cinco años más jóvenes, frente a frente, están peleando porque según
el primero Clarita no siente amor y está jugando la carta más sucia que el otro
pueda imaginar, ha escuchado una conversación en su casa entre su padre y el
padre de la mujer involucrada y por eso sabe que la joven solamente está a su
lado entrenada como una cazafortunas, mintiéndole para aprovecharse de él.
Entonces la reacción no se hace esperar y vuela un puñetazo, y otro, y luego
más, y se abrazan, lloran juntos con bronca, con desconsuelo, con odio, entonces
aparece la muchacha en discordia y sin mediar una palabra Salvador le asesta media
docena de puñaladas.
Un griterío descontrolado lo hace reaccionar a
Valeriano y se da cuenta de que Salvador, cuchillo en mano, se lanza sobre él
con intenciones de vengar aquella época. No entiende bien qué pasa, solo
reacciona, da un salto para atrás y saca de la cintura un revolver Magnum 44 de
caño octogonal que nunca llevaba encima y siempre reposaba guardado en el
cajoncito de su mesa de luz, descargado, es famosa su excelente puntería y sin
pensarlo lo demuestra.
El fiscal pidió que durante el proceso y hasta
la sentencia Valeriano Carbone permaneciera con prisión debido a que tenía las
condiciones económicas para fugarse, y el juez lo avaló. Más de dos años estuvo
preso. Afortunadamente las evidencias recolectadas y los testigos, que fueron muchos,
pudieron demostrar que fue en defensa propia y no tuvo alternativas. El proceso
fue largo. Para él, desde la prisión, el doble. Su abogado le dijo que podía
demandar pero no aceptó la propuesta, no le interesaba, como tampoco deseaba
todo lo que pasó. Sentía que le había fallado a Lola, a su hija, quería hacer
de ese día uno inolvidable pero por otro motivo. Los años fueron pasando
inexorables y él se volvió taciturno, silencioso, había días en que no
pronunciaba ni una palabra. La niña se convirtió en mujer y dejó el hogar
paterno, se marchó primero a otra ciudad, más adelante a otro país. Con la
madre habla siempre por teléfono y le escribe, hay veces en que también viaja y
aparece por la chacra de visita, las menos.
Valeriano Carbone se fue volviendo cada vez más
débil, había perdido el pulso, sus manos temblaban al igual que sus rodillas
que parecían no poderlo sostener más, para disimular recorría el predio a
caballo pero ya no había hidalguía en él, el animal caminaba apenas, despacito,
transportando sobre sí la figura encorvada de un jinete otrora gallardo con
prestancia, su memoria se fue perdiendo junto con su cabello, y su voz firme y
clara desapareció por completo. Según el doctor Ibarrizcoa se trata de una
afección propia de la edad y más común de lo que parece. Hoy, ya anciano, mira
los monocromos de aquella reunión, los ojos húmedos pero casi sin recuerdos
pregunta a Adela, que siempre está a su lado, por cada uno de los que aparecen
en la imagen, hasta por Lola, y entonces llora su mujer. La extraña, quisiera
que estuviera viviendo más cerca. Valeriano le pregunta:
–Señora. ¿Por qué hay tanto olor a mierda?-
Ella lo mira por detrás y le responde:
–Vamos, hay que cambiarte.-
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