LA BELLA
Y LA BESTIA
Le llamaban Pelusa desde chiquita. Porque cuando
nació tenía el cabello ralo y muy finito, apenas si podía tomarse entre los
dedos, era tan intangible como su destino. Hubiera bastado, Dios santo, con que
hubiera nacido, tan solo diez cuadras más al norte. Pero no. La vida es
caprichosa y no pregunta. Allí fue creciendo como pudo, y haciéndose mujer
esquivando abusos. La naturaleza puso en ella atributos que diez cuadras más al
norte pagaban fortunas por tener, y con todo era bella. “La Pelusa es una
bestia”, decían en las esquinas del barrio. Nunca la mandaron a la escuela, en
la casa hacía falta plata, no diplomas. La consigna era esa, clara, sin excusas
ni demoras “en la casa hace falta plata”. Al principio fue el arrebato y la carrera,
después pintó de Shopping, para hacerse mechera, y el Joel le enseñó la técnica
del fierro. Ese fue el primer amor, después del baile salían de caño juntos. “La
Pelusa es una bestia”, decían en las comisarías de la ciudad, y hubiera
bastado, santo Dios, con que esa noche se quedara tomando mate con la vieja. Dos
detonaciones se escucharon. Después de sentir esos dos impactos su pecho
comenzó a teñirse de color escarlata, y recuperó la dulzura de sus ojos, y esa
sonrisa pícara de canino encimado que la hacía tan bonita. Indiscutiblemente
mataron a la bestia, y la que estaba allí, con quince años, llorando por
clemencia, era nuevamente la bella. La Pelusa.
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