jueves, 3 de marzo de 2016



EL HOMBRE Y SU LEYENDA



Siempre subido a su sino de nostalgia galopaba a lomo de sus recuerdos recorriendo el valle de las inverosimilitudes.

Navegó mares de existencia dudosa, pero de cada viaje traía relatos fantásticos que todos escuchaban, y repetían después, como historias verdaderas, y no pongo en duda que cada cual le agregara referencias propias, como era costumbre hacer por aquellos poblados en esos tiempos.

Así se hizo grande su figura, aún en aquellos que desconocían su imagen, pues no lo habían visto nunca.

Dicen que una vez, en la bajada de Lagarto Malo, él solo robó un tren del tesoro que transportaba toda la recaudación de la intendencia. Dicen. Claro que después de eso desaparecieron el foguista, el maquinista y los tres guardias. El intendente perdió las elecciones a fin de año, pero no le importó porque, cuentan, se reuniría con ellos detrás de la frontera. Vaya uno a saber.

También le hicieron fama de amante aguerrido. La leyenda transmite que fue una noche de tormenta. Tarde. Andaba escapándose y no podía hacerse ver mucho, es más, parece que estaba herido. No se sabe si de bala o de puñal, pero perdía mucha sangre. Cruzó el alambrado que daba a la parte de atrás de la casa del finquero tratando de no hacer ruido, por si había perros. Como venía medio débil, el esfuerzo lo dejó jadeando contra un poste, y en eso que le pareció ver una sombra se dio cuenta que tenía los dos caños de una escopeta a menos de cinco centímetros de su cabeza. Cuando agudizó la vista vio que el arma la sostenía la hija mayor del hombre. Una gringa grandota, de cabellos como el trigo. La piel bañada por la luz de la luna parecía aún más blanca y tersa, como la porcelana, y una figura recortada en medio de la oscuridad, que despertaba el deseo como si fuese una provocación diabólica. Como pudo se paró sin dejar de mirarla y le pidió disculpas, la tomó entre sus brazos suavemente, mejor que un payador acariciando a su guitarra, y la amó de pié contra el piletón de lavar la ropa, luego lo curó y se cortó la lengua para que no le hicieran decir nunca hacia dónde se había fugado. Esa es la leyenda, pero dudo que en una noche de tormenta la luz de la luna bañe alguna cosa.

Algunos le temían, y cuando se corría la voz de que andaba merodeando cerca de los pagos, se escondían en las casas y no salían hasta que la mismísima policía les asegurara que ya no había peligro. Otros, en cambio, lo buscaban para proponerle asociaciones ilícitas y uniones clandestinas con el propósito de beneficiarse ellos también de las osadías del taimado. No falta quienes cuentan que el tuerto Villegas lo buscó una noche por todos los boliches para invitarlo a pelear, porque decía que había deshonrado a su hermana con promesas vanas de un amor que bien sabía que no podría ser, y algún acomedido le dijo que estaba en el prostíbulo de Olga la polaca, que le decían así porque tenía el cabello casi blanco y los ojos celestes tan claritos que parecía que no podía verte, y para allá se fue cuchillo en mano. El cadáver de Villegas fue encontrado dos semanas después, tirado en un zanjón con agua sucia, boca abajo, con su propio fierro clavado en el emitórax izquierdo. Sin embargo la polaca siempre dijo que esa noche no vio a ninguno de los dos. Sabrá Dios.

También dicen que una madrugada estaba el hombre solo, tomándose una caña, en el boliche de don Alfonso, con el sombrero bien corrido hacia adelante como tapándose la cara para no ser reconocido, cuando llegó el comisario. En pocos segundos nomás, el ambiente se tornó irrespirable, el gallego, que siempre evitó líos en el local no sabía para dónde mirar cosa de no delatarlo, y dos que estaban jugando al truco en un rincón, salieron despacito, haciéndose los distraídos para no levantar sospechas. Pero don Vera no había llegado a ese cargo boleando chilca, no. Se hizo el zonzo y se acodó en el mostrador. Pidió una ginebra y se sacó la gorra. Como para descansar la mano, la apoyó en la cacha del revólver. Desde la mesa, el hombre seguía cada movimiento con una minuciosidad de exquisitez cinematográfica, desde el filo del ala se su sombrero, que era el único punto visual que tenía. Sabía que cualquier movimiento que hiciera con las manos lo delataría, transformándolo en un blanco seguro, y tenía ambas sobre la mesa. El gallego Alfonso se había puesto tan nervioso, estaba tan asustado, que no tuvo mejor idea que apagar la luz. El reflejo y la memoria cundieron en cuestión de segundos. Un tronar de muebles que se arrastraban se mezcló con las detonaciones de las armas, el reflejo lumínico de la pólvora encendiéndose y las sombras de los cuerpos atravesando el espacio. Cuando el comisario volvió a subir la llave para ver todo más claro se encontró con don Alfonso sosteniendo una escopeta y con una herida de bala en el brazo, un par de vidrios rotos, la mesa dada vuelta y con la marca de los perdigones, y ellos dos sin poder explicar lo sucedido.

Yo iba dos días a la semana a visitarlo, le llevaba galletitas dulces, de esas que vienen con un aro de mermelada de membrillo, que eran las que le gustaban. También le dejaba los diarios de la semana y algunas revistas de comics. Le llevé un par de libros y me los devolvió diciendo que eran muy largos y se cansaba, pero en realidad, lo que más le gustaba era que lo llevara en la silla de ruedas al jardín y allí me contaba sus historias. Fue una lástima que no alcanzáramos al verano. Y nunca más volví al geriátrico.


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