EL
HOMBRE Y SU LEYENDA
Siempre subido a su
sino de nostalgia galopaba a lomo de sus recuerdos recorriendo el valle de las
inverosimilitudes.
Navegó mares de
existencia dudosa, pero de cada viaje traía relatos fantásticos que todos
escuchaban, y repetían después, como historias verdaderas, y no pongo en duda
que cada cual le agregara referencias propias, como era costumbre hacer por
aquellos poblados en esos tiempos.
Así se hizo grande su
figura, aún en aquellos que desconocían su imagen, pues no lo habían visto
nunca.
Dicen que una vez, en
la bajada de Lagarto Malo, él solo robó un tren del tesoro que transportaba
toda la recaudación de la intendencia. Dicen. Claro que después de eso
desaparecieron el foguista, el maquinista y los tres guardias. El intendente
perdió las elecciones a fin de año, pero no le importó porque, cuentan, se
reuniría con ellos detrás de la frontera. Vaya uno a saber.
También le hicieron
fama de amante aguerrido. La leyenda transmite que fue una noche de tormenta.
Tarde. Andaba escapándose y no podía hacerse ver mucho, es más, parece que
estaba herido. No se sabe si de bala o de puñal, pero perdía mucha sangre.
Cruzó el alambrado que daba a la parte de atrás de la casa del finquero
tratando de no hacer ruido, por si había perros. Como venía medio débil, el
esfuerzo lo dejó jadeando contra un poste, y en eso que le pareció ver una
sombra se dio cuenta que tenía los dos caños de una escopeta a menos de cinco
centímetros de su cabeza. Cuando agudizó la vista vio que el arma la sostenía
la hija mayor del hombre. Una gringa grandota, de cabellos como el trigo. La
piel bañada por la luz de la luna parecía aún más blanca y tersa, como la
porcelana, y una figura recortada en medio de la oscuridad, que despertaba el
deseo como si fuese una provocación diabólica. Como pudo se paró sin dejar de
mirarla y le pidió disculpas, la tomó entre sus brazos suavemente, mejor que un
payador acariciando a su guitarra, y la amó de pié contra el piletón de lavar
la ropa, luego lo curó y se cortó la lengua para que no le hicieran decir nunca
hacia dónde se había fugado. Esa es la leyenda, pero dudo que en una noche de
tormenta la luz de la luna bañe alguna cosa.
Algunos le temían, y
cuando se corría la voz de que andaba merodeando cerca de los pagos, se escondían
en las casas y no salían hasta que la mismísima policía les asegurara que ya no
había peligro. Otros, en cambio, lo buscaban para proponerle asociaciones
ilícitas y uniones clandestinas con el propósito de beneficiarse ellos también
de las osadías del taimado. No falta quienes cuentan que el tuerto Villegas lo
buscó una noche por todos los boliches para invitarlo a pelear, porque decía
que había deshonrado a su hermana con promesas vanas de un amor que bien sabía
que no podría ser, y algún acomedido le dijo que estaba en el prostíbulo de
Olga la polaca, que le decían así porque tenía el cabello casi blanco y los
ojos celestes tan claritos que parecía que no podía verte, y para allá se fue
cuchillo en mano. El cadáver de Villegas fue encontrado dos semanas después,
tirado en un zanjón con agua sucia, boca abajo, con su propio fierro clavado en
el emitórax izquierdo. Sin embargo la polaca siempre dijo que esa noche no vio
a ninguno de los dos. Sabrá Dios.
También dicen que una
madrugada estaba el hombre solo, tomándose una caña, en el boliche de don
Alfonso, con el sombrero bien corrido hacia adelante como tapándose la cara
para no ser reconocido, cuando llegó el comisario. En pocos segundos nomás, el
ambiente se tornó irrespirable, el gallego, que siempre evitó líos en el local
no sabía para dónde mirar cosa de no delatarlo, y dos que estaban jugando al
truco en un rincón, salieron despacito, haciéndose los distraídos para no
levantar sospechas. Pero don Vera no había llegado a ese cargo boleando chilca,
no. Se hizo el zonzo y se acodó en el mostrador. Pidió una ginebra y se sacó la
gorra. Como para descansar la mano, la apoyó en la cacha del revólver. Desde la
mesa, el hombre seguía cada movimiento con una minuciosidad de exquisitez
cinematográfica, desde el filo del ala se su sombrero, que era el único punto
visual que tenía. Sabía que cualquier movimiento que hiciera con las manos lo
delataría, transformándolo en un blanco seguro, y tenía ambas sobre la mesa. El
gallego Alfonso se había puesto tan nervioso, estaba tan asustado, que no tuvo
mejor idea que apagar la luz. El reflejo y la memoria cundieron en cuestión de
segundos. Un tronar de muebles que se arrastraban se mezcló con las
detonaciones de las armas, el reflejo lumínico de la pólvora encendiéndose y
las sombras de los cuerpos atravesando el espacio. Cuando el comisario volvió a
subir la llave para ver todo más claro se encontró con don Alfonso sosteniendo
una escopeta y con una herida de bala en el brazo, un par de vidrios rotos, la
mesa dada vuelta y con la marca de los perdigones, y ellos dos sin poder
explicar lo sucedido.
Yo iba dos días a la
semana a visitarlo, le llevaba galletitas dulces, de esas que vienen con un aro
de mermelada de membrillo, que eran las que le gustaban. También le dejaba los
diarios de la semana y algunas revistas de comics. Le llevé un par de libros y
me los devolvió diciendo que eran muy largos y se cansaba, pero en realidad, lo
que más le gustaba era que lo llevara en la silla de ruedas al jardín y allí me
contaba sus historias. Fue una lástima que no alcanzáramos al verano. Y nunca
más volví al geriátrico.
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