LA TULLIDA
A un costado del
templo, impregnada de una sencillez pueblerina, detrás de una ordenada cerca de
ladrillos que no se alzaba a más de ochenta centímetros, y después de un jardín
prolijamente decorado con clivias, dietes y agapantos, se alzaba la casita
parroquial, que albergaba la sacristía y la vivienda del padre Hilario, el
viejo cura de la parroquia, que esa semana festejaría sus setenta y ocho años,
y había llegado tres meses después de cumplir los veintiséis.
Al frente de la casa,
debajo de la ventana que, precisamente, daba a su dormitorio, el sacerdote,
hacía ya muchos años, había hecho colocar una banca de madera, con respaldo,
para que esperaran cómodos los feligreses que deseaban entrevistarse con él
fuera del servicio. También era el lugar adonde se sentaba a leer, tomar mate,
o simplemente a pasar las tardecitas de verano. Allí proporcionaba amparo al
calor la sombra de un paraíso que se erguía originario en el terreno y
alrededor del cual todo se construyó evitando perturbarlo.
Alguna vez ese fue el
centro del pueblo, la torre del campanario, sin ser demasiado alta, sobresalía
por encima de todos los techos existentes, y durante muchos años se intentó
mantener esa simetría. El trazado de una ruta dio por finalizada esa
diagramación y el pueblo comenzó a proyectarse hacia el noroeste, otorgándole a
la parroquia la condición de referente para la localización del ingreso, ya que
el progreso, en su atribución reformadora, dio salvoconductos para la
construcción de torres y edificios que superaban la altura del viejo
campanario.
Aurora había sido
siempre una mujer sumamente atractiva. Desde niña, apenas comenzaba a
destacarse la turgencia de su escote, tenía cautivada a la mayoría de los
muchachos del pueblo, y por qué no decirlo, a algunas mujeres también, aunque
más no fuera, por su condición competitiva. Algunos hombres consultados recordaban
que tenía unos ojos encantadores, como los de Amelia Bence, otros aseguraban
que Sofía Loren no tenía nada que no pudiera encontrarse en esta mujer. Mientras
que en otro orden de cosas, Amalia, la esposa del farmacéutico, dijo de ella
que era una desfachatada, impúdica, irreverente, al tiempo que Benita, que
tenía la agencia de loterías y quiniela, declaró cuidadosamente que era muy
provocativa, y Alfonsa, la solterona más longeva del pueblo, con una amplia
sonrisa indescifrable, emitió sintéticamente, “era un putón hermoso”.
Lo cierto es que
Aurora era de esas mujeres que no saben pasar inadvertidas. Era sensual y lo
sabía, por eso utilizaba este atributo a su favor en todo lo que pudiera y con
quién debiera. Conocía el largo de falda adecuado para conseguir buena carne a
mejor precio, el escote debido para que le perdonen la mora en el banco, la
pollera y los zapatos correspondientes para que le den fiado en el almacén, en
fin, tenía gracia, tenía garbo, decía don Joan Robau, presidente del Centro
Catalán, donde ella iba a aprender danza española. Cuando ella comenzaba a
menearse todo se detenía para mirarla, recordaba don Joan. Por aquel entonces todavía
caminaba y era soltera, luego se casó con un hombre que vino de afuera y puso
en el pueblo una agencia de autos. Ceferino Cordero se llamaba. Al principio
nadie lo quería. Por forastero, por ponerse de novio con Aurora, por usar traje
y corbata todos los días, por cualquier cosa, pero nadie lo quería. La que le
empezó a vender los autos fue ella, con su encanto, con sus artilugios, con su
no sé qué, de a poco comenzó a convencer a todos de cambiar el coche, y la
concesionaria fue prosperando.
Fue justamente para
esa época que Aurora comenzó, no solo a asistir asiduamente al servicio
dominical, sino a hacerse cargo de ciertos trabajos de orden interno, que
incluían a la casa parroquial, como era mantener siempre flores frescas en los
floreros, incluyendo el del escritorio, el de la mesa de la cocina y el de la
mesita de luz del padre, ordenar los papeles y el libro de visitas, o bien
atender el teléfono para dar los turnos para casamientos, comuniones o
bautismos. Ella decía que era su manera de agradecer. Naturalmente que los
comentarios del pueblo comenzaron a especular con el tiempo que ella pasaba a
solas con el cura. Pueblo chico, infierno grande, cita el refrán, y aquí el
fuego lo encendieron los rumores mezquinos provenientes de uno y otro lado,
sarcásticos, capciosos, tanto en el bar como en el mercado, pero la verdad era
que a nadie le importaba la ética o la moral, el único motor susurrante era la
envidia. Todos deseaban estar en el lugar del otro, tanto hombres como mujeres.
Aurora, cada vez que
se le presentaba la oportunidad, se jactaba de lo feliz que era en su
matrimonio. El negocio fue creciendo y les permitió disfrutar de una importante
holgura económica, viajar varias veces a Europa y a otras partes del mundo,
construirse una casa de ensueño. De lo que nunca hablaban era de la maternidad,
o mejor dicho, de la ausencia de esta. No se sabía si había sido una
determinación de la pareja o de la naturaleza. Ni siquiera el médico del pueblo
podía afirmar nada al respecto porque siempre se hizo atender en la capital,
que quedaba a dos horas de viaje y estaba mucho más equipada para estos
menesteres. Una noche Ceferino salió a tirar la basura y se demoraba en volver
a la casa, ella miró por la ventana y no logró verlo, así que lo esperó unos
minutos más y salió a buscarlo. No había llegado ni al contenedor de la
esquina. Se hallaba tirado en la vereda, abrazado a la bolsa con los residuos
de la casa, pero sin vida. Ver esa imagen fue desgarrador: ella arrodillada
sosteniendo el cadáver de su marido entre los brazos mientras gritaba por ayuda
en medio de la noche, sola y sufriente. Era casi una representación de “La Piedad” de Miguel Ángel.
A partir de ese
momento y después del respectivo duelo, durante el cual lució riguroso luto,
tomó la determinación de vender el negocio, por el cual no tardó en recibir una
oferta inmejorable de parte de una importante concesionaria de la capital. Eso
le permitió vivir sin la necesidad de trabajar, el banco la asesoraba muy bien
en inversiones y los dividendos obtenidos le fueron permitiendo despreocuparse
por cualquier sobresalto económico. Tenía invertido el capital, y con la renta
mensual que le daba, le sobraba para vivir, así que reinvertía el resto. No
obstante se la notaba triste, angustiada, a pesar de lo cual continuaba siendo
muy atractiva y vital. Demás está decir que el único que la visitaba en su casa
era el padre Hilario, que, como un amante fiel, iba por las tardes y se quedaba
hasta pasada la caída del sol. Siempre llevando alguna bandejita con escones,
facturas o chocolates, lo que permitía presumir que se reunían solo a tomar el
té, y a decir del cura, a rezar el rosario. A medida que la viuda se fue
reponiendo emocionalmente, retomó sus actividades en el templo tanto como en la
casa parroquial. Del mismo modo y directamente proporcional volvieron a revivir
los rumores de la chusma.
Nunca aprendió a
conducir, no estaba entre sus prioridades, se trasladaba por el pueblo
caminando, y a pesar de estar al tanto de los chismes, jamás les dio alguna trascendencia,
saludaba a todos los que se le cruzaban con una sonrisa enorme y brillante, y
hasta se reunía a tomar el té con algunas de las damas más críticas del pueblo.
Una mañana en “El pez gordo”, la única pescadería del lugar, comprando abadejo
para el almuerzo, le dio un accidente cerebro-vascular, se desplomó, y se armó
un revuelo tremendo porque nadie acertaba a quién se debía dar aviso, y
naturalmente llamaron al cura, que se hizo presente casi al mismo tiempo que la
ambulancia que él mismo había convocado de urgencia. Primero la atendieron en
el hospital del pueblo y luego la derivaron a la capital. El padre Hilario
viajó con ella en el traslado, y estuvo ausente del pueblo un tiempo que nadie
puede precisar pero que, todos estiman, estuvo con Aurora.
Una vez de regreso, en
la primera misa, y al ver que nadie le preguntaba, fue sutil para informar que
la paciente se recuperaba y ya estaba fuera de peligro. Él también estaba al
tanto de los comentarios, y cuando alguien sacaba el tema se apiadaba de ellos
diciendo, “déjalos que hablen que es de lo poco gratis que les queda”.
Una ambulancia se la
llevó y una ambulancia la trajo, meses después, y causó una impresión terrible
en todos cuando vieron que la bajaban, tullida, sobre una silla de ruedas. Aún
así no recibió, de parte de los vecinos, la menor contemplación. Era Aurora. Su
cabello, el maquillaje, la piel tersa, la amplia importancia de su escote
dejando al aire gran parte de sus pechos, las uñas nacaradas impecables, es
más, la parte de sus piernas, de la rodilla hacia abajo, que permitía ver su
vestido, sus zapatos, todo lo que se veía, era Aurora. Sin embargo estaba allí,
apocadita, en silencio, sin sonrisas, sin parecerse a ella, tanto que algunas
malintencionadas deslizaron la idea de que podía tratarse de un maniquí. Pero
no. Era Aurora, y el que empujaba la silla era el cura. Prácticamente se
convirtió en su chaperón. La llevaba, la traía, la acomodaba en el jardín de la
casa parroquial, donde no le molestara el sol, cerca de la banca, debajo de la
frescura de la sombra del árbol, y le leía, y las vecinas los espiaban, acariciados
por una luz difusa que se colaba por entre la enramada de la acacia.
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