miércoles, 30 de marzo de 2016

LA TULLIDA



A un costado del templo, impregnada de una sencillez pueblerina, detrás de una ordenada cerca de ladrillos que no se alzaba a más de ochenta centímetros, y después de un jardín prolijamente decorado con clivias, dietes y agapantos, se alzaba la casita parroquial, que albergaba la sacristía y la vivienda del padre Hilario, el viejo cura de la parroquia, que esa semana festejaría sus setenta y ocho años, y había llegado tres meses después de cumplir los veintiséis.

Al frente de la casa, debajo de la ventana que, precisamente, daba a su dormitorio, el sacerdote, hacía ya muchos años, había hecho colocar una banca de madera, con respaldo, para que esperaran cómodos los feligreses que deseaban entrevistarse con él fuera del servicio. También era el lugar adonde se sentaba a leer, tomar mate, o simplemente a pasar las tardecitas de verano. Allí proporcionaba amparo al calor la sombra de un paraíso que se erguía originario en el terreno y alrededor del cual todo se construyó evitando perturbarlo.

Alguna vez ese fue el centro del pueblo, la torre del campanario, sin ser demasiado alta, sobresalía por encima de todos los techos existentes, y durante muchos años se intentó mantener esa simetría. El trazado de una ruta dio por finalizada esa diagramación y el pueblo comenzó a proyectarse hacia el noroeste, otorgándole a la parroquia la condición de referente para la localización del ingreso, ya que el progreso, en su atribución reformadora, dio salvoconductos para la construcción de torres y edificios que superaban la altura del viejo campanario.

Aurora había sido siempre una mujer sumamente atractiva. Desde niña, apenas comenzaba a destacarse la turgencia de su escote, tenía cautivada a la mayoría de los muchachos del pueblo, y por qué no decirlo, a algunas mujeres también, aunque más no fuera, por su condición competitiva. Algunos hombres consultados recordaban que tenía unos ojos encantadores, como los de Amelia Bence, otros aseguraban que Sofía Loren no tenía nada que no pudiera encontrarse en esta mujer. Mientras que en otro orden de cosas, Amalia, la esposa del farmacéutico, dijo de ella que era una desfachatada, impúdica, irreverente, al tiempo que Benita, que tenía la agencia de loterías y quiniela, declaró cuidadosamente que era muy provocativa, y Alfonsa, la solterona más longeva del pueblo, con una amplia sonrisa indescifrable, emitió sintéticamente, “era un putón hermoso”.

Lo cierto es que Aurora era de esas mujeres que no saben pasar inadvertidas. Era sensual y lo sabía, por eso utilizaba este atributo a su favor en todo lo que pudiera y con quién debiera. Conocía el largo de falda adecuado para conseguir buena carne a mejor precio, el escote debido para que le perdonen la mora en el banco, la pollera y los zapatos correspondientes para que le den fiado en el almacén, en fin, tenía gracia, tenía garbo, decía don Joan Robau, presidente del Centro Catalán, donde ella iba a aprender danza española. Cuando ella comenzaba a menearse todo se detenía para mirarla, recordaba don Joan. Por aquel entonces todavía caminaba y era soltera, luego se casó con un hombre que vino de afuera y puso en el pueblo una agencia de autos. Ceferino Cordero se llamaba. Al principio nadie lo quería. Por forastero, por ponerse de novio con Aurora, por usar traje y corbata todos los días, por cualquier cosa, pero nadie lo quería. La que le empezó a vender los autos fue ella, con su encanto, con sus artilugios, con su no sé qué, de a poco comenzó a convencer a todos de cambiar el coche, y la concesionaria fue prosperando.

Fue justamente para esa época que Aurora comenzó, no solo a asistir asiduamente al servicio dominical, sino a hacerse cargo de ciertos trabajos de orden interno, que incluían a la casa parroquial, como era mantener siempre flores frescas en los floreros, incluyendo el del escritorio, el de la mesa de la cocina y el de la mesita de luz del padre, ordenar los papeles y el libro de visitas, o bien atender el teléfono para dar los turnos para casamientos, comuniones o bautismos. Ella decía que era su manera de agradecer. Naturalmente que los comentarios del pueblo comenzaron a especular con el tiempo que ella pasaba a solas con el cura. Pueblo chico, infierno grande, cita el refrán, y aquí el fuego lo encendieron los rumores mezquinos provenientes de uno y otro lado, sarcásticos, capciosos, tanto en el bar como en el mercado, pero la verdad era que a nadie le importaba la ética o la moral, el único motor susurrante era la envidia. Todos deseaban estar en el lugar del otro, tanto hombres como mujeres.

Aurora, cada vez que se le presentaba la oportunidad, se jactaba de lo feliz que era en su matrimonio. El negocio fue creciendo y les permitió disfrutar de una importante holgura económica, viajar varias veces a Europa y a otras partes del mundo, construirse una casa de ensueño. De lo que nunca hablaban era de la maternidad, o mejor dicho, de la ausencia de esta. No se sabía si había sido una determinación de la pareja o de la naturaleza. Ni siquiera el médico del pueblo podía afirmar nada al respecto porque siempre se hizo atender en la capital, que quedaba a dos horas de viaje y estaba mucho más equipada para estos menesteres. Una noche Ceferino salió a tirar la basura y se demoraba en volver a la casa, ella miró por la ventana y no logró verlo, así que lo esperó unos minutos más y salió a buscarlo. No había llegado ni al contenedor de la esquina. Se hallaba tirado en la vereda, abrazado a la bolsa con los residuos de la casa, pero sin vida. Ver esa imagen fue desgarrador: ella arrodillada sosteniendo el cadáver de su marido entre los brazos mientras gritaba por ayuda en medio de la noche, sola y sufriente. Era casi una representación de “La Piedad” de Miguel Ángel.

A partir de ese momento y después del respectivo duelo, durante el cual lució riguroso luto, tomó la determinación de vender el negocio, por el cual no tardó en recibir una oferta inmejorable de parte de una importante concesionaria de la capital. Eso le permitió vivir sin la necesidad de trabajar, el banco la asesoraba muy bien en inversiones y los dividendos obtenidos le fueron permitiendo despreocuparse por cualquier sobresalto económico. Tenía invertido el capital, y con la renta mensual que le daba, le sobraba para vivir, así que reinvertía el resto. No obstante se la notaba triste, angustiada, a pesar de lo cual continuaba siendo muy atractiva y vital. Demás está decir que el único que la visitaba en su casa era el padre Hilario, que, como un amante fiel, iba por las tardes y se quedaba hasta pasada la caída del sol. Siempre llevando alguna bandejita con escones, facturas o chocolates, lo que permitía presumir que se reunían solo a tomar el té, y a decir del cura, a rezar el rosario. A medida que la viuda se fue reponiendo emocionalmente, retomó sus actividades en el templo tanto como en la casa parroquial. Del mismo modo y directamente proporcional volvieron a revivir los rumores de la chusma.

Nunca aprendió a conducir, no estaba entre sus prioridades, se trasladaba por el pueblo caminando, y a pesar de estar al tanto de los chismes, jamás les dio alguna trascendencia, saludaba a todos los que se le cruzaban con una sonrisa enorme y brillante, y hasta se reunía a tomar el té con algunas de las damas más críticas del pueblo. Una mañana en “El pez gordo”, la única pescadería del lugar, comprando abadejo para el almuerzo, le dio un accidente cerebro-vascular, se desplomó, y se armó un revuelo tremendo porque nadie acertaba a quién se debía dar aviso, y naturalmente llamaron al cura, que se hizo presente casi al mismo tiempo que la ambulancia que él mismo había convocado de urgencia. Primero la atendieron en el hospital del pueblo y luego la derivaron a la capital. El padre Hilario viajó con ella en el traslado, y estuvo ausente del pueblo un tiempo que nadie puede precisar pero que, todos estiman, estuvo con Aurora.

Una vez de regreso, en la primera misa, y al ver que nadie le preguntaba, fue sutil para informar que la paciente se recuperaba y ya estaba fuera de peligro. Él también estaba al tanto de los comentarios, y cuando alguien sacaba el tema se apiadaba de ellos diciendo, “déjalos que hablen que es de lo poco gratis que les queda”.

Una ambulancia se la llevó y una ambulancia la trajo, meses después, y causó una impresión terrible en todos cuando vieron que la bajaban, tullida, sobre una silla de ruedas. Aún así no recibió, de parte de los vecinos, la menor contemplación. Era Aurora. Su cabello, el maquillaje, la piel tersa, la amplia importancia de su escote dejando al aire gran parte de sus pechos, las uñas nacaradas impecables, es más, la parte de sus piernas, de la rodilla hacia abajo, que permitía ver su vestido, sus zapatos, todo lo que se veía, era Aurora. Sin embargo estaba allí, apocadita, en silencio, sin sonrisas, sin parecerse a ella, tanto que algunas malintencionadas deslizaron la idea de que podía tratarse de un maniquí. Pero no. Era Aurora, y el que empujaba la silla era el cura. Prácticamente se convirtió en su chaperón. La llevaba, la traía, la acomodaba en el jardín de la casa parroquial, donde no le molestara el sol, cerca de la banca, debajo de la frescura de la sombra del árbol, y le leía, y las vecinas los espiaban, acariciados por una luz difusa que se colaba por entre la enramada de la acacia.

Una tarde de verano, Sergio y Valeria, parroquianos del lugar, decidieron que su primogénito Benito debía ser preparado en los oficios necesarios para convertirse en monaguillo. El nene había tomado la primera comunión ese año, y todas las noches le pedía a los padres que le leyeran algún pasaje de La Biblia antes de dormir, y creyeron conveniente estimular esa vocación cristiana tan extrema, alentando íntimamente la convicción de que sería sacerdote, como el padre Hilario, que había casado a los padres de ambos, los había bautizado a ellos, les había dado la primera comunión, la confirmación, les había dado el santísimo sacramento del matrimonio, y bautizado a Benito también. Así que, vestidos para la ocasión, los tres salieron para entrevistarse con el cura. Cuando llegaron a la sacristía, golpearon y se sentaron, a esperar ser atendidos, en el escaño, al amparo de la fresca sombra del paraíso, justo delante de la ventana que daba al dormitorio del curita, separados por tan solo cuarenta centímetros de muro, cautelosos, deseando ser atendidos y entendidos por el sacerdote, mientras que, del otro lado, sin que nadie lo supiera, se hallaba Aurora. La ventana cerrada, la casa en silencio, ella arrumbada sobre la silla de ruedas, y el cura sentado en la orilla de la cama mientras afuera esperaban ellos, tensos, sentados, las piernas cruzadas y las manos con los dedos entrelazados por encima de las rodillas, el niño inquieto movía las piernas que le colgaban, para adelante y para atrás, mirándose los zapatos bien lustrados. Aurora casi no podía hablar desde su accidente, así que no lo hacía, y no lo necesitaba, su mirada era demás expresiva, el cura pasó la mano por su cabello y ella le sonrió, Valeria, entre tanto, sacó un rosario. Ella parecía contener la respiración y él avanzaba, se notaba el esfuerzo y la tensión por mover las rodillas. A benito le pareció escuchar un ruido y se lo dijo a su papá que lo hizo callar para que rezara. La mano de Hilario se detuvo más allá de las rodillas y se cruzaron las miradas, ella deseaba saber si aún sentía como mujer. No deseaba ser insensible. Valeria corrió otra cuenta del rosario y Aurora miró las manecillas del reloj que parecían haberse congelado, como si se hubiese detenido el tiempo. Otra vez se esforzó por abrir las rodillas, y fue la mano la que no se detuvo. Las cortinas ocultaban los dos cuerpos de adentro. Afuera la ventana cerrada, la siesta en silencio. Y el reloj mostrando una hora muerta. ¿Qué día es hoy? Preguntó, como pudo, arrastrando las palabras, y el sacerdote no respondió, pero era jueves. Sergio tosió afuera, Valeria corrió la última cuenta del rosario cuando se abrió inesperadamente la puerta. El cura empujó la silla de ruedas hasta la vereda, despidió a la viuda con un beso en la mejilla y les dijo que pasaran, que hacía un calor insoportable. Que ni el Diablo resistiría quedarse afuera.


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