CUMPLEAÑOS
Había
nacido justo para el día de su muerte, y eso le pesaba, lo arrastraba a su paso
como una inmensa bola de acero engrillada a su tobillo.
De
dónde le había llegado el presagio, nadie podría decirlo, pero para cada uno de
sus cumpleaños destrataba a cualquiera que se lo recordara, es más, para esos
días ni siquiera salía de su casa. Se vestía de negro y se acostaba en el
centro de la cama con las manos entrelazadas sobre el pecho a esperar la hora
del deceso.
Se
hacía evidente que en los últimos treinta años no había recibido la visita del
minuto final. Pero como de costumbre, al día siguiente todo continuaba como si
nada; pero ese año pasó lo inesperado: se enamoró.
El
amor, como es costumbre, le anuló los cinco sentidos, le invadió todos los
espacios y por vez primera miraba el mismo paisaje desde otra perspectiva.
Llegando
la fecha de su nuevo cumpleaños no pudo evitar los síntomas y le pareció que la
mejor determinación que podía tomar al respecto era charlar junto con su pareja
acerca del tremendo augurio.
Las
palabras de aliento no se hicieron esperar: “Este año no va a pasar lo mismo,
haremos una gran fiesta e invitaremos a todos nuestros amigos”.
La
fiesta se hizo, la casa adornada parecía un carrusel, había música –para la
sorpresa de los vecinos-, y gente que reía a carcajadas. Se sacaron fotos, se
brindó a los gritos. En un momento alguien advirtió ¡La torta, traigan la
torta! Y apareció la torta sobre una mesa con ruedas y las velitas encendidas.
No
podía creer que fuese su cumpleaños y no hubiera temido el vaticinio, por
primera vez lo sentía vencido.
-¡Un
cuchillo, amor! ¡Traé un cuchillo para partir la torta!
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