miércoles, 2 de marzo de 2016



VISITAS



Ese viernes Nora me había telefoneado por la tarde para anticiparme que debía quedarse a cuidar a su tía Agnetta, puesto que su prima tenía una reunión a la que no deseaba faltar y estaría toda la noche fuera de la casa. Caramba, Nora, le dije preocupado, es toda una contrariedad que esto suceda justo hoy viernes. A lo que ella respondió sumamente componedora, ninguna contrariedad, podemos reunirnos en la casa de mi tía. Es que los viernes eran sagrados para nosotros, teníamos la sana costumbre de reunirnos con asistencia obligatoria, elegíamos un bar y hacíamos correr la voz. Servía de motivo para expresarnos, poner de manifiesto inquietudes, establecer prioridades, o simplemente alborotar el avispero. Así había quedado establecido una vez que el calígrafo Balt-Hazar-El-Samid determinó que tendría que haber un día en el que todos debíamos reunirnos en un mismo lugar a aggiornarnos de los acontecimientos que el destino nos hubiera deparado durante el transcurso de los últimos siete días. Es más, dijo él, debían de ser los viernes, porque ese día se encuentra por encima de la melancolía de los jueves pero por debajo de los excesos de los sábados, conjeturalmente posee el equilibrio emocional justo para los acontecimientos relacionados con los augurios de la vida de los hombres. Y como todas sus teorías, esta se hallaba equidistante entre lo irrebatible y lo incomprobable, por lo tanto simplemente se aceptó. Debo reconocer que esas noches adquirían características que excedían la normalidad de las cosas en el más amplio sentido en que se pueda aplicar este concepto. Podían prolongarse de manera infinita. En más de una oportunidad los dueños de los bares en donde llevábamos a cabo estos eventos nos venían a avisar que ya era lunes. Incluso el menos osado, cuando veía llegar a alguno de nosotros un viernes después de las seis de la tarde, simulaba estar cerrando, o directamente cerraba para evitar nuestras tertulias.

Agnetta, que en realidad era su tía abuela, aunque ella le llamaba tía a secas, era una mujer de ciento cuatro años, algo sorda y que nunca aprendió a hablar muy bien el castellano, que ostentaba costumbres de principios del siglo pasado, consiguientemente se acostaba con la oración, lo que quería decir que a la hora en que nosotros estaríamos llegando, ella ya estaría durmiendo. Ahí nomás pasé el santo y seña a todos los demás, con más la consigna de llevar, cada uno, para comer y beber. La anfitriona ya había asegurado que prepararía pizzas y mantendría unas cervezas bien frías.

La casa de Agnetta, sobre calle Alsina, era  una de esas construcciones con montones de habitaciones, pasillos, patios, corredores, mi mente de escritor no dejaba de fantasear con todos esos recovecos. En su apogeo tiene que haber parecido un palacio, le comenté a Norita apenas atravesé la puerta. Me la imaginaba a ella y a sus primos jugando a las escondidas allí. Es más, podía escuchar la risa de los niños, los gritos de las chicas cuando alguna era descubierta en su escondite. Le dije, puedo llegar a ver a los mayores caminando, trasladándose por la casa. Ni se te ocurra mencionar eso delante de mi tía, me dijo en un tono amenazante, asegura haber visto a una sobrina muerta hace años deambulando por la casa. En ese momento sonó el timbre de la puerta anunciando el arribo de los demás. Doña Carlota llegó con empanadas amasadas por ella, lasaña y dos fuentes de tiramisú, mientras que Lina se animó a cocinar una lengua a la vinagreta y un lemon pie, que le recordaba al lanzador de cuchillos porque era su postre predilecto. Desde un taxi hacía señas Balt-Hazar para que lo esperásemos sin cerrar la puerta, abrió su viejo portafolios y sacó una botella de whisky y un vale para una pizza de mozzarella en “La Morada”. Nora tenía preparado el comedor de la casa para la reunión. Un comedor con historia y arte en cada uno de sus muebles. Había tendido la mesa con un hermoso mantel de organdí y había asignado servilletas de hilo a cada lugar con su respectivo servilletero de plata, un maravilloso florero central de cristal de Murano tallado a mano cargado con alstroemerias y gerberas del jardín trasero culminaba su decoración. Se extendieron sobre ella todas las fuentes y bandejas con la comida, en tanto que las bebidas se guardaron al frío, y con un simple ademán que implicó descorchar un rico bonarda que yo había aportado, se dio por comenzada oficialmente la reunión. El árabe estaba un poco inquieto hasta que entre una porción de lasaña y una empanada se animó, como al descuido, a decir que había invitado a alguien más que llegaría de un momento a otro. Por qué esa cara, preguntó, yo lo banco, y volvió a abrir el portafolio para sacar otra botella de whisky y otro vale. Nada muy extraordinario, agregó, un joven que acabo de conocer en la calle Iriondo y Zeballos y que, asegura ser el hombre más memorioso que jamás haya conocido. Y como si lo hubiese cronometrado, sonó el timbre de la calle, a lo que el árabe parándose dijo, debe ser él ¿Le abro?

Cuando lo hizo pasar nos encontramos con un joven indio que dijo llamarse Jhiday Swammy. Deberían haber visto ustedes las caras de Lina y de la señora Carlota. Nora encendió un cigarrillo como si se tratara de una válvula de escape, pero ya estaba ahí, nada podía hacerse al respecto más que hacerle un lugar en la mesa. Para demostrar la veracidad de sus dichos el árabe lo interrogaba acerca de hechos que el indio le había contado y que ninguna persona normal recordaría, como cuando relató que la memoria de sus papilas gustativas conservaban el sabor de la leche materna en su paladar, o el color de su primer chupete, los dibujos de las primeras sábanas de su cunita. Doña Carlota queriendo ser más suspicaz le preguntaba hechos de historia, que el indio relataba con lujos de detalles que nosotros desconocíamos, incluso Lina quiso intervenir, hasta que le preguntó si recordaba su primera vez. Ahí se hizo un profundo silencio, denso, áspero, incómodo, Jhiday bajó la mirada, agachó la cabeza como queriendo esconder la vergüenza entre las manos y respondió en un tono casi imperceptible que nunca había yacido con mujer alguna. Balt-Hazar nos asustó a todos golpeando la mesa, y parándose dijo muy enérgico: “Esta sociedad secreta, esta hermandad, que somos, no puede. No. No debe permitir que hombre alguno se vea impedido, por cualquier motivo que sea, de gozar de las mieles de los escarceos amorosos. Ya vengo”, se enfundó en su gabardina y salió raudo. No esperar una reacción así del calígrafo sería admitir que no se lo conoce, y nosotros lo conocíamos muy bien. En menos de lo que canta el gallo estuvo de regreso trayendo de su mano a la albina. Una menuda y muy bonita mariposa nocturna que llamaba la atención por su falta de pigmentación en la absoluta totalidad de su naturaleza, y sus ojos rojos. Dotada de un cuerpo privilegiado en sus formas y tamaño, y, al decir de la inmensa mayoría de hombres y mujeres mundanos, amaba con mucha maestría. El árabe, luego de preguntarle dura y directamente si se había bañado, le dijo al indio que fuera a una habitación, se desnudara y se metiera en la cama, con la luz apagada y en absoluto silencio. Luego metió a la albina en el baño y le pidió a las mujeres que la desvistieran y la perfumaran, previamente le indicó donde estaba la habitación de Jhiday y la instruyó para que fuera por el pasillo, como quien se trasladaba por los valles del Nirvana, hasta él y lo amara. Pero debía ir así, como estaba, totalmente desnuda, como un ángel caído. Entre tanto nosotros esperábamos en el comedor, críticos convertidos en cómplices, de las alocadas ideas de Balt-Hazar, que se consumara la iniciación.

La albina pasó por el comedor a la carrera y tratando de decir algo, pero llevaba la mandíbula desencajada y escapó despavorida y sin su ropa. Los gritos fueron aterradores y nadie supo explicar nada. La tía Agnetta parada en camisón en medio del corredor con los ojos fuera de sus órbitas temblaba tanto que no podía emitir palabra. No hubo forma de convencer a Jhiday de abandonar la habitación sino hasta después de la salida del sol. Aparentemente la albina cumplió con las órdenes del árabe pero equivocó el sentido del corredor y se encontró con la tía Agnetta que iba al baño. Con Nora llevamos a la tía, que nunca supo qué pasó, a su cuarto mientras doña Carlota le servía un vaso con agua y Lina la abanicaba. En eso le tomó la mano fuerte a su sobrina y le dijo “¿Viste Norita qu’in qüesta casa andan espantando? Acabo de verla caminando en pelota per’il corredore ¡¡¡Mi si’a gelatto il culo…!!!  


No hay comentarios:

Publicar un comentario