VISITAS
Ese viernes Nora me
había telefoneado por la tarde para anticiparme que debía quedarse a cuidar a
su tía Agnetta, puesto que su prima tenía una reunión a la que no deseaba
faltar y estaría toda la noche fuera de la casa. Caramba, Nora, le dije preocupado,
es toda una contrariedad que esto suceda justo hoy viernes. A lo que ella
respondió sumamente componedora, ninguna contrariedad, podemos reunirnos en la
casa de mi tía. Es que los viernes eran sagrados para nosotros, teníamos la
sana costumbre de reunirnos con asistencia obligatoria, elegíamos un bar y
hacíamos correr la voz. Servía de motivo para expresarnos, poner de manifiesto
inquietudes, establecer prioridades, o simplemente alborotar el avispero. Así
había quedado establecido una vez que el calígrafo Balt-Hazar-El-Samid
determinó que tendría que haber un día en el que todos debíamos reunirnos en un
mismo lugar a aggiornarnos de los acontecimientos que el destino nos hubiera
deparado durante el transcurso de los últimos siete días. Es más, dijo él,
debían de ser los viernes, porque ese día se encuentra por encima de la
melancolía de los jueves pero por debajo de los excesos de los sábados,
conjeturalmente posee el equilibrio emocional justo para los acontecimientos
relacionados con los augurios de la vida de los hombres. Y como todas sus
teorías, esta se hallaba equidistante entre lo irrebatible y lo incomprobable,
por lo tanto simplemente se aceptó. Debo reconocer que esas noches adquirían
características que excedían la normalidad de las cosas en el más amplio
sentido en que se pueda aplicar este concepto. Podían prolongarse de manera
infinita. En más de una oportunidad los dueños de los bares en donde llevábamos
a cabo estos eventos nos venían a avisar que ya era lunes. Incluso el menos
osado, cuando veía llegar a alguno de nosotros un viernes después de las seis
de la tarde, simulaba estar cerrando, o directamente cerraba para evitar
nuestras tertulias.
Agnetta, que en
realidad era su tía abuela, aunque ella le llamaba tía a secas, era una mujer
de ciento cuatro años, algo sorda y que nunca aprendió a hablar muy bien el
castellano, que ostentaba costumbres de principios del siglo pasado,
consiguientemente se acostaba con la oración, lo que quería decir que a la hora
en que nosotros estaríamos llegando, ella ya estaría durmiendo. Ahí nomás pasé
el santo y seña a todos los demás, con más la consigna de llevar, cada uno,
para comer y beber. La anfitriona ya había asegurado que prepararía pizzas y
mantendría unas cervezas bien frías.
La casa de Agnetta,
sobre calle Alsina, era una de esas
construcciones con montones de habitaciones, pasillos, patios, corredores, mi
mente de escritor no dejaba de fantasear con todos esos recovecos. En su apogeo
tiene que haber parecido un palacio, le comenté a Norita apenas atravesé la
puerta. Me la imaginaba a ella y a sus primos jugando a las escondidas allí. Es
más, podía escuchar la risa de los niños, los gritos de las chicas cuando
alguna era descubierta en su escondite. Le dije, puedo llegar a ver a los mayores
caminando, trasladándose por la casa. Ni se te ocurra mencionar eso delante de
mi tía, me dijo en un tono amenazante, asegura haber visto a una sobrina muerta
hace años deambulando por la casa. En ese momento sonó el timbre de la puerta
anunciando el arribo de los demás. Doña Carlota llegó con empanadas amasadas
por ella, lasaña y dos fuentes de tiramisú, mientras que Lina se animó a
cocinar una lengua a la vinagreta y un lemon pie, que le recordaba al lanzador
de cuchillos porque era su postre predilecto. Desde un taxi hacía señas
Balt-Hazar para que lo esperásemos sin cerrar la puerta, abrió su viejo
portafolios y sacó una botella de whisky y un vale para una pizza de mozzarella
en “La Morada”.
Nora tenía preparado el comedor de la casa para la reunión. Un comedor con
historia y arte en cada uno de sus muebles. Había tendido la mesa con un
hermoso mantel de organdí y había asignado servilletas de hilo a cada lugar con
su respectivo servilletero de plata, un maravilloso florero central de cristal
de Murano tallado a mano cargado con alstroemerias y gerberas del jardín
trasero culminaba su decoración. Se extendieron sobre ella todas las fuentes y
bandejas con la comida, en tanto que las bebidas se guardaron al frío, y con un
simple ademán que implicó descorchar un rico bonarda que yo había aportado, se
dio por comenzada oficialmente la reunión. El árabe estaba un poco inquieto
hasta que entre una porción de lasaña y una empanada se animó, como al
descuido, a decir que había invitado a alguien más que llegaría de un momento a
otro. Por qué esa cara, preguntó, yo lo banco, y volvió a abrir el portafolio para
sacar otra botella de whisky y otro vale. Nada muy extraordinario, agregó, un
joven que acabo de conocer en la calle Iriondo y Zeballos y que, asegura ser el
hombre más memorioso que jamás haya conocido. Y como si lo hubiese
cronometrado, sonó el timbre de la calle, a lo que el árabe parándose dijo,
debe ser él ¿Le abro?
Cuando lo hizo pasar
nos encontramos con un joven indio que dijo llamarse Jhiday Swammy. Deberían
haber visto ustedes las caras de Lina y de la señora Carlota. Nora encendió un
cigarrillo como si se tratara de una válvula de escape, pero ya estaba ahí,
nada podía hacerse al respecto más que hacerle un lugar en la mesa. Para
demostrar la veracidad de sus dichos el árabe lo interrogaba acerca de hechos
que el indio le había contado y que ninguna persona normal recordaría, como
cuando relató que la memoria de sus papilas gustativas conservaban el sabor de
la leche materna en su paladar, o el color de su primer chupete, los dibujos de
las primeras sábanas de su cunita. Doña Carlota queriendo ser más suspicaz le
preguntaba hechos de historia, que el indio relataba con lujos de detalles que
nosotros desconocíamos, incluso Lina quiso intervenir, hasta que le preguntó si
recordaba su primera vez. Ahí se hizo un profundo silencio, denso, áspero,
incómodo, Jhiday bajó la mirada, agachó la cabeza como queriendo esconder la
vergüenza entre las manos y respondió en un tono casi imperceptible que nunca
había yacido con mujer alguna. Balt-Hazar nos asustó a todos golpeando la mesa,
y parándose dijo muy enérgico: “Esta sociedad secreta, esta hermandad, que
somos, no puede. No. No debe permitir que hombre alguno se vea impedido, por
cualquier motivo que sea, de gozar de las mieles de los escarceos amorosos. Ya
vengo”, se enfundó en su gabardina y salió raudo. No esperar una reacción así
del calígrafo sería admitir que no se lo conoce, y nosotros lo conocíamos muy
bien. En menos de lo que canta el gallo estuvo de regreso trayendo de su mano a
la albina. Una menuda y muy bonita mariposa nocturna que llamaba la atención
por su falta de pigmentación en la absoluta totalidad de su naturaleza, y sus
ojos rojos. Dotada de un cuerpo privilegiado en sus formas y tamaño, y, al
decir de la inmensa mayoría de hombres y mujeres mundanos, amaba con mucha
maestría. El árabe, luego de preguntarle dura y directamente si se había
bañado, le dijo al indio que fuera a una habitación, se desnudara y se metiera
en la cama, con la luz apagada y en absoluto silencio. Luego metió a la albina
en el baño y le pidió a las mujeres que la desvistieran y la perfumaran, previamente
le indicó donde estaba la habitación de Jhiday y la instruyó para que fuera por
el pasillo, como quien se trasladaba por los valles del Nirvana, hasta él y lo
amara. Pero debía ir así, como estaba, totalmente desnuda, como un ángel caído.
Entre tanto nosotros esperábamos en el comedor, críticos convertidos en
cómplices, de las alocadas ideas de Balt-Hazar, que se consumara la iniciación.
La albina pasó por el
comedor a la carrera y tratando de decir algo, pero llevaba la mandíbula
desencajada y escapó despavorida y sin su ropa. Los gritos fueron aterradores y
nadie supo explicar nada. La tía Agnetta parada en camisón en medio del
corredor con los ojos fuera de sus órbitas temblaba tanto que no podía emitir
palabra. No hubo forma de convencer a Jhiday de abandonar la habitación sino hasta
después de la salida del sol. Aparentemente la albina cumplió con las órdenes
del árabe pero equivocó el sentido del corredor y se encontró con la tía
Agnetta que iba al baño. Con Nora llevamos a la tía, que nunca supo qué pasó, a
su cuarto mientras doña Carlota le servía un vaso con agua y Lina la abanicaba.
En eso le tomó la mano fuerte a su sobrina y le dijo “¿Viste Norita qu’in qüesta casa andan espantando? Acabo de verla caminando
en pelota per’il corredore ¡¡¡Mi si’a gelatto il culo…!!!
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