martes, 22 de marzo de 2016

LA BELLA Y LA BESTIA



                   Le llamaban Pelusa desde chiquita. Porque cuando nació tenía el cabello ralo y muy finito, apenas si podía tomarse entre los dedos, era tan intangible como su destino. Hubiera bastado, Dios santo, con que hubiera nacido, tan solo diez cuadras más al norte. Pero no. La vida es caprichosa y no pregunta. Allí fue creciendo como pudo, y haciéndose mujer esquivando abusos. La naturaleza puso en ella atributos que diez cuadras más al norte pagaban fortunas por tener, y con todo era bella. “La Pelusa es una bestia”, decían en las esquinas del barrio. Nunca la mandaron a la escuela, en la casa hacía falta plata, no diplomas. La consigna era esa, clara, sin excusas ni demoras “en la casa hace falta plata”. Al principio fue el arrebato y la carrera, después pintó de Shopping, para hacerse mechera, y el Joel le enseñó la técnica del fierro. Ese fue el primer amor, después del baile salían de caño juntos. “La Pelusa es una bestia”, decían en las comisarías de la ciudad, y hubiera bastado, santo Dios, con que esa noche se quedara tomando mate con la vieja. Dos detonaciones se escucharon. Después de sentir esos dos impactos su pecho comenzó a teñirse de color escarlata, y recuperó la dulzura de sus ojos, y esa sonrisa pícara de canino encimado que la hacía tan bonita. Indiscutiblemente mataron a la bestia, y la que estaba allí, con quince años, llorando por clemencia, era nuevamente la bella. La Pelusa. 
 
 

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