DÍA DE REYES
(Basado en el capítulo “Las
mujeres y la bandera de los andes” del libro “Mujeres tenían que ser” de Felipe
Pigna. Págs. 207/208.)
Aquel veinticuatro de diciembre de mil ochocientos dieciséis no fue una
Nochebuena común para José y su esposa. Tal vez porque por aquella época se
respiraban aires libertarios o tal vez porque se estaba gestando la más grande
hazaña que recuerda la historia.
Lo cierto es que aquel día a pesar de que lo iban a pasar lejos de sus familias
los entusiasmaba la idea de cenar junto a un grupo de amigos.
Ella, con su bella figura, revoloteaba por toda la casa ordenando a sus
sirvientas los quehaceres domésticos, pidió a Simón, el negro jardinero, que
cortara algunas flores para decorar la mesa y de cuando en cuando se daba una
vuelta por la cocina para supervisar a Tomasa, su vieja y querida cocinera. Le
explicó a Micaela de qué modo llenar dos botellones de buen vino mendocino de
la barrica que su esposo, tan celosamente, guardaba en el galponcito del fondo.
Así agotó la tarde, ultimando los detalles para la que sería una de las
noches más lindas que habría pasado desde que su esposo fuera nombrado
gobernador.
A la hora convenida comenzaron a llegar los invitados a la cena navideña,
en primer lugar lo hizo el general Gregorio de Las Heras, aportando otro par de
botellas de vino, y enseguida arribó la chilena Dolores Prats y las mendocinas
Laureana Ferrari, -acompañada por su esposo Manuel Olazábal-, Mercedes Álvarez
y Margarita Corvalán, luego y casi juntos, Mariano Necochea, Miguel Soler y
Carmen Zuloaga, completando la reunión José Melián, Manuel Escalada, Merceditas
Zapata, Matías Zapiola y Elcira Anzorena.
Remedios y José se veían felices, era raro, sobre todo, verlo sonreír a
él, que andaba siempre con el seño fruncido y desplegando órdenes para todos
lados, sin embargo aquella noche cenó relajado, con una mirada diáfana que
resaltaba lo trigueño de su piel y hasta se dio el lujo de empuñar su guitarra
y cantar para los invitados. Nadie podría abrir juicio sobre si fue correcto o
no el protocolo pero no quedaron dudas de que ambos eran grandes anfitriones.
Naturalmente no faltaron las anécdotas ni los halagos. A las doce de la
noche se brindó con una solemnidad que parecía que había caído de improviso con
la última campanada del reloj de la sala. Fue como si la navidad hubiera sido
sólo la excusa, y las palabras de José retumbaron diríase por toda la casa:
-Por la más grande campaña que recuerde toda la humanidad. -El cruce de Los Andes
-acotó el general Las Heras, a lo que José replicó -la libertad de América, mi
amigo, la libertad de América. Y todos bebieron y arrojaron las copas hacia
atrás por encima de sus hombros, dejando un profundo silencio hasta que
Remedios invitó a saborear unos postres caseros que aseguró “deliciosos y sin
comparación”, elogiando los dones de su querida Tomasa.
Luego las conversaciones siguieron un tono más bien político, aunque
haciendo una retrospectiva histórica podríamos decir patrióticos, y José comentó
casi al descuido la necesidad de contar con una bandera que identificara al
Ejército de Los Andes, su esposa sirvió otra ronda de vino y se reunió con las
demás mujeres en la sala contigua, cerró las puertas y sin más que su joven
sonrisa exclamó: -¡Esa será nuestra misión! -Una tarea nada sencilla, se
trataba, en primer lugar, de conseguir las telas con los colores apropiados y
los hilos para el bordado del escudo, pero ninguna dijo que no, antes bien todo
lo contrario, se propusieron terminarla para el día de reyes del año siguiente.
En esas semanas ninguna permaneció quieta en su casa, como era su
costumbre, ellas mismas recorrieron todos los almacenes que había en Mendoza,
además de mandar a sus sirvientas a que hicieran otro tanto por otros lados. En
la casa de Remedios juntaron las sedas para coser la bandera, Laureana
despegaba, con la punta de un cuchillo, cuidadosamente, lentejuelas de oro de
sus abanicos, y hasta se apareció un día con una roseta de diamantes de su
madre, de donde sacaron varios con engarce y todo, para adornar el sol y el
óvalo del escudo, que había sido dibujado siguiendo las líneas de una bandeja
de plata que había en la casa, y al que le agregaron las perlas del collar de
Remedios.
En fin, esas ocho mujeres, en un tiempo record sortearon todas las
dificultades que se le cruzaron en el camino de su cometido y lograron terminar
aquella pequeña bandera, que no medía más de un metro y medio por lado, la
tarde del cinco de enero de mil ochocientos diecisiete. Y ya no la crónica sino
la leyenda popular cuenta que aquella noche, cariñosamente plegada de manera
que el escudo quedara a la vista, las blancas manos de Remedios la depositaron
con extrema suavidad sobre las botas de su marido, y se quedó toda la noche
sentada a los pies de la cama, despierta, mirándolo. No le era desconocido el
riesgo que amenazaba a uno de los seres más queridos de su corazón, ni la
magnitud de los sacrificios que debería abordar en adelante, pero sabía que la
esposa de un general republicano no debía más que honrar a su marido obrando en
aras de la patria, y además que esa era la demostración más grande de amor que
nunca le podría explicar con palabras.
No hay comentarios:
Publicar un comentario