LA TORMENTA
Un viento helado nos
atravesó como una lanza a todos, a decir de Miranda quedamos como una pandilla
de suricatos engañada por un pájaro, mirando la nada misma. Ella enseguida
levantó la mirada y observó el cielo, se viene la tormenta, dijo, hay que
buscar refugio.
Miranda solía
renombrar su entorno, sustantivaba con facilidad, le gustaba hacerlo de manera
habitual. Llamaba a su edificio “Babel”, y servía de referencia para saber que
se dirigía a su casa cuando exclamaba ¡Me vuelvo a Babel! pero cuando se
refería a la ciudad le decía, de manera casi despreciable, el Kalahari.
Bastó con esa
premonición climatológica suya para que todos comenzáramos a desesperarnos y
tejer conjeturas sobre el presagio. Tenía esa vocación meteorológica, y experiencia
en moverse en campo abierto, lo que la hacía, en ese tema, confiable. Elegantemente
Nicolás evocó a Noé y su bíblico suceso, refiriéndose a ello como una
probabilidad apocalíptica actual debido al destrato que el hombre proporciona
permanentemente al planeta. Naturalmente que su interés no era religioso,
utilizaba este recurso como argumento sustentable pero todos sabíamos que era
ecologista y ahí apuntaba su discurso. Obviamente que otro puso de manifiesto
la necesidad de los recursos para surtir de materia prima a distintas empresas
de diversos rubros que eran necesarias para la producción de bienes,
completamente necesarios para el mercado interno, tanto como para la
elaboración de productos para exportar, y la mano de obra que eso implica.
Octavio comentó acerca de los impedimentos legales y la falta de rigor en los
organismos de control, que al no emitir sanciones ejemplificadoras se volvían
contemplativos a los ojos de inescrupulosas empresas que solo se interesaban en
el bien individual. Celeste puso de manifiesto la carencia legislativa y la
falta de política ambiental que determine efectivamente dónde está el delito al
respecto, y a partir de allí el encuadre legal que permita catalogar las penas
respectivas de acuerdo al tipo de daño que se produzca. Estas discusiones
comenzaban así, pero, yo sabía, terminarían recién después de la tormenta, por
eso convencí a Miranda de irnos de allí.
El cielo cubierto se
ponía cada vez más oscuro, y por la ciudad podía verse gente apurada guardando
sus autos en los garajes y cocheras. La amenaza de granizo alteraba a todos
desde ese año en que la piedra tomó a la
ciudad por sorpresa destruyendo techos, ventanas y vehículos. Las personas
corrían por las veredas, desde las casas cerraban las ventanas y hasta algunos
colocaban compuertas de seguridad en las puertas de entrada. Yo conducía el
auto y ella mirándome comentó, “parecen alimañas del desierto huyendo a sus
cuevas.” Y rió estrepitosamente.
-¿Sabés qué quiere
decir Kalahari? –preguntó.
-No –le dije, casi sin
importancia.
-¡Gran tierra
sedienta! –se empeñó en aclarar. Luego continuó explicándome –es una ironía,
porque por debajo existen extensas cavernas repletas de agua en donde habita un
pez llamado pez gato. Lo curioso es que este pez gato es totalmente ciego. Y
ahí se produce la segunda ironía, un pez ciego viviendo en perpetua oscuridad.
En ese momento la luz roja del semáforo nos detuvo y de la casa de la esquina
pudimos escuchar ese ruido tan particular de las persianas deslizándose por las
guías cuando son cerradas con violencia o velocidad. Miranda reflexionó: “tal
vez aquí también haya”.
No estaba errada. La
ciudad, a veces, aunque tan poblada, se parece a un desierto por donde se puede
caminar sin ser percibido. Las dunas de las esquinas te deparan caravanas de
colores que se abren paso por la fuerza tal como si fuesen manadas de animales
salvajes en busca del oasis, con el último aliento, cuando atropellan y
pisotean todo lo que se les interponga. No es la superficie lo que cautiva. O
sí. Pero la vida no transcurre a la vista.
Entramos a un bar.
Esta vez nadie nos acompañaba. El lugar tenía apenas unas pocas mesas ocupadas,
menos de lo que corrientemente sucede. Miranda comenzó a relatarme una
historia. –Todas las mañanas, en el bosque, hay una ardillita que sale a las
once a buscar una semilla para su almuerzo –me contaba y me miraba seria a los
ojos, para luego interrogarme -¿Sabés qué hace esa ardillita cuando llueve?
-No –le respondí,
esperando una explicación biológica.
-Sale igual que todos
los días a buscar su semilla –confirmó mientras le hizo señas al mozo para que
nos atienda.
Me hizo pensar que
siente una gran decepción de la especie humana, y se lo digo. Su explicación no
demoró en llegar y argumentó que es la soberbia lo que la subyuga. Y usó este verbo,
subyugar, el cual me resultó demasiado exagerado. Y continuó. -Cree que es la especie más evolucionada, y
ante una catástrofe, cualquier animal poseería un mayor porcentaje de
probabilidades de sobrevivir. Menoscaba la naturaleza, menosprecia todo lo que
lo rodea, y cree que puede manejarlo todo y reinar sobre todos. No tiene conciencia
de su insignificancia. Aún en la creación fue primera la mosca… –me dijo,
mientras revolvía el azúcar en el té, y la observé complaciente entendiendo lo
que me explicaba. Cuando ella, minutos antes, había dicho lo de la tormenta,
todos nuestros amigos comenzaron a argumentar defendiendo, cada uno, su teoría.
A ninguno se le escuchó esbozar una propuesta acerca de qué hacer para
encontrar refugio. Aun así, me permití disentir con Miranda: “Creo que el
hombre ha evolucionado, pero esa evolución, ese conocimiento, como la humedad
en los desiertos, ya que has decidido llamar a esta ciudad Kalahari, se
condensa en pocas pero valiosas gotas. Las suficientes para mantener la vida”,
le dije pero ella no reaccionó.
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