jueves, 10 de marzo de 2016

LA TORMENTA



Un viento helado nos atravesó como una lanza a todos, a decir de Miranda quedamos como una pandilla de suricatos engañada por un pájaro, mirando la nada misma. Ella enseguida levantó la mirada y observó el cielo, se viene la tormenta, dijo, hay que buscar refugio.

Miranda solía renombrar su entorno, sustantivaba con facilidad, le gustaba hacerlo de manera habitual. Llamaba a su edificio “Babel”, y servía de referencia para saber que se dirigía a su casa cuando exclamaba ¡Me vuelvo a Babel! pero cuando se refería a la ciudad le decía, de manera casi despreciable, el Kalahari.

Bastó con esa premonición climatológica suya para que todos comenzáramos a desesperarnos y tejer conjeturas sobre el presagio. Tenía esa vocación meteorológica, y experiencia en moverse en campo abierto, lo que la hacía, en ese tema, confiable. Elegantemente Nicolás evocó a Noé y su bíblico suceso, refiriéndose a ello como una probabilidad apocalíptica actual debido al destrato que el hombre proporciona permanentemente al planeta. Naturalmente que su interés no era religioso, utilizaba este recurso como argumento sustentable pero todos sabíamos que era ecologista y ahí apuntaba su discurso. Obviamente que otro puso de manifiesto la necesidad de los recursos para surtir de materia prima a distintas empresas de diversos rubros que eran necesarias para la producción de bienes, completamente necesarios para el mercado interno, tanto como para la elaboración de productos para exportar, y la mano de obra que eso implica. Octavio comentó acerca de los impedimentos legales y la falta de rigor en los organismos de control, que al no emitir sanciones ejemplificadoras se volvían contemplativos a los ojos de inescrupulosas empresas que solo se interesaban en el bien individual. Celeste puso de manifiesto la carencia legislativa y la falta de política ambiental que determine efectivamente dónde está el delito al respecto, y a partir de allí el encuadre legal que permita catalogar las penas respectivas de acuerdo al tipo de daño que se produzca. Estas discusiones comenzaban así, pero, yo sabía, terminarían recién después de la tormenta, por eso convencí a Miranda de irnos de allí.

El cielo cubierto se ponía cada vez más oscuro, y por la ciudad podía verse gente apurada guardando sus autos en los garajes y cocheras. La amenaza de granizo alteraba a todos desde ese año en que  la piedra tomó a la ciudad por sorpresa destruyendo techos, ventanas y vehículos. Las personas corrían por las veredas, desde las casas cerraban las ventanas y hasta algunos colocaban compuertas de seguridad en las puertas de entrada. Yo conducía el auto y ella mirándome comentó, “parecen alimañas del desierto huyendo a sus cuevas.” Y rió estrepitosamente.

-¿Sabés qué quiere decir Kalahari? –preguntó.
-No –le dije, casi sin importancia.
-¡Gran tierra sedienta! –se empeñó en aclarar. Luego continuó explicándome –es una ironía, porque por debajo existen extensas cavernas repletas de agua en donde habita un pez llamado pez gato. Lo curioso es que este pez gato es totalmente ciego. Y ahí se produce la segunda ironía, un pez ciego viviendo en perpetua oscuridad. En ese momento la luz roja del semáforo nos detuvo y de la casa de la esquina pudimos escuchar ese ruido tan particular de las persianas deslizándose por las guías cuando son cerradas con violencia o velocidad. Miranda reflexionó: “tal vez aquí también haya”.

No estaba errada. La ciudad, a veces, aunque tan poblada, se parece a un desierto por donde se puede caminar sin ser percibido. Las dunas de las esquinas te deparan caravanas de colores que se abren paso por la fuerza tal como si fuesen manadas de animales salvajes en busca del oasis, con el último aliento, cuando atropellan y pisotean todo lo que se les interponga. No es la superficie lo que cautiva. O sí. Pero la vida no transcurre a la vista.

Entramos a un bar. Esta vez nadie nos acompañaba. El lugar tenía apenas unas pocas mesas ocupadas, menos de lo que corrientemente sucede. Miranda comenzó a relatarme una historia. –Todas las mañanas, en el bosque, hay una ardillita que sale a las once a buscar una semilla para su almuerzo –me contaba y me miraba seria a los ojos, para luego interrogarme -¿Sabés qué hace esa ardillita cuando llueve?
-No –le respondí, esperando una explicación biológica.
-Sale igual que todos los días a buscar su semilla –confirmó mientras le hizo señas al mozo para que nos atienda.

Me hizo pensar que siente una gran decepción de la especie humana, y se lo digo. Su explicación no demoró en llegar y argumentó que es la soberbia lo que la subyuga. Y usó este verbo, subyugar, el cual me resultó demasiado exagerado. Y continuó.  -Cree que es la especie más evolucionada, y ante una catástrofe, cualquier animal poseería un mayor porcentaje de probabilidades de sobrevivir. Menoscaba la naturaleza, menosprecia todo lo que lo rodea, y cree que puede manejarlo todo y reinar sobre todos. No tiene conciencia de su insignificancia. Aún en la creación fue primera la mosca… –me dijo, mientras revolvía el azúcar en el té, y la observé complaciente entendiendo lo que me explicaba. Cuando ella, minutos antes, había dicho lo de la tormenta, todos nuestros amigos comenzaron a argumentar defendiendo, cada uno, su teoría. A ninguno se le escuchó esbozar una propuesta acerca de qué hacer para encontrar refugio. Aun así, me permití disentir con Miranda: “Creo que el hombre ha evolucionado, pero esa evolución, ese conocimiento, como la humedad en los desiertos, ya que has decidido llamar a esta ciudad Kalahari, se condensa en pocas pero valiosas gotas. Las suficientes para mantener la vida”, le dije pero ella no reaccionó.

                        Salimos del bar bajo un despejado cielo azul. Ella lo miró y me aclaró: “seguramente la lluvia cayó a muchos kilómetros de distancia, y va ser a los único a los que les va a importar la tormenta”.


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