LA TURCA
Hacía un frío, para mí
insoportable, esa bendita mañana de principios de agosto, revolvía el café con
leche en el sentido de las agujas del reloj y miraba la espuma buscando el
juego infantil de las formas. Recordaba que años antes había visto, por
televisión, una imagen que mostraba una constelación girando en medio del
espacio negro, y cuando la cámara se alejaba quedaba revelado que se trataba de
la inercia del café contenido en una taza que acababa de ser revuelto. Había
buscado con mi cámara fotográfica millones de imágenes como esa y nunca, en lo
que llevaba de vida, había podido lograrla. Indiscutiblemente la belleza no se
encuentra en el objeto sino que es el entrenado ojo del artista el que es capaz
de captar ese segundo mágico en el que la magia se produce. En esas
cavilaciones me encontraba cuando fui sorprendido por Nora que, al verme en el
bar de 9 de julio y Avellaneda, se había cruzado para que desayunáramos juntos.
Era un sábado diáfano y transparente que arrastraba la nostalgia de otros en
donde podía presumirse la transición primaveral porque había, de a ratos, un
solcito que entibiaba como el abrazo fugaz de un amante al amanecer.
Nora no estaba sola. No.
Nigella Abdala, me dijo, presentándome a su acompañante. ¿La conocés? La otra
mujer me extendió la mano aclarando, decime turca, nomás. Alta, huesuda, pelo
enrulado tomado por la nuca con una colita que le llegaba a la mitad de la
espalda. Ataviada siempre con polleras o vestidos multicolores largos y anchos,
igual que sus sweaters tejidos a mano, todo el año con sandalias franciscanas,
con medias en invierno, al decir de Balt-Hazar era toda una “hippona”. La
saludé amablemente y las invité a sentarse a la mesa, llamé al mozo con una
seña y mientras se acomodaban le comenté a Nori que la noche anterior había
tenido un sueño en el que ella había participado. Si no es bueno no lo cuente
hasta después del desayuno, mi amigo, se adelantó la turca levantando la mano
derecha a la altura del rostro y con gesto severo. Como si el ayuno mantuviera
intactas ciertas propiedades premonitorias de lo onírico. Moví la cabeza
asintiendo y mirándola a Norita le dije, hubieras invitado a tu amiga a que se
nos uniera anoche. Ella sabía que estaba aplicando el sarcasmo. Ya habíamos
tenido experiencia con un interpretador de sueños que no nos llevó a ningún
lado.
No te confundas, me
dijo. Ella interpreta solo sus propios sueños. Y sostiene que todas las
personas podemos pasar por una situación de pesadillas cumplidas con mayor
seguridad que una de sueños realizados por esa costumbre de contarlas antes del
desayuno. Yo miraba a esa mujer a los ojos con cierta incredulidad, aunque al
mismo tiempo la certeza con que Nora me hablaba de su talento me sumía en el
lago de la incertidumbre. La turca, que al principio me había tuteado ahora me
decía, ¿Usted no cree, no? Pero yo estuve más de tres años viviendo en N’djamena,
en Chad, entre Sudán y Nigeria y allí descubrí que todo aquello que soñaba, de
una manera u otra, se volvía realidad. A veces no era textual. Una vez soñé que
mi vecina se bañaba en las aguas poco profundas y pantanosas del lago y la
arañaba un gato que venía flotando en un madero. Y eso no quería decir que no
debía meterse al agua sino que una mujer cercana la dañaría, y la hermana se escapó
con su marido. Luego se suicidó por no haberme creído.
El cielo estaba
prístino y yo no sabía de qué modo reaccionar entre lo visto y lo oído. Nora
endulzaba su café y evitaba mirarme, tal vez porque ya presentía mi gesto de
incredulidad, pero la turca se estaba irritando ante tanto silencio y no pudo
con su genio. ¿Me creería si le digo que soñé con usted aún sin conocerlo? Me
preguntó de mala manera. No sé qué contestarle, le dije. No me diga nada,
agregó y tomó mi lapicera y en una hoja de mi cuaderno anotó su dirección y me
desafió a almorzar en su casa ese domingo. Luego se fue.
La miré a Nora que me
no me permitió emitir palabra y sentenció, estás siendo prejuicioso, primero
conocela, andá a almorzar a su casa y después hablamos. Y no te hagas ilusiones
de nada, te va a atrapar su personalidad, pero es lesbiana, como hombre no le
interesaste en lo más mínimo.
Así hice. Al otro día
busqué dos botellas del mejor vino que tenía en mi pequeña bodega y las envolví
de regalo, con moño y todo, y salí primero a romper mi ayuno al pequeño Boston,
desafiando esa melancolía de paredón que siempre ostentó, desde la vereda de
enfrente, el Carrasco. Ninguna jornada comienza sino a partir del café con
leche. Me inquietaba más a medida que transcurrían los minutos, así que antes
de pedir nada, la llamé a Nora para desayunar juntos, intentaba convencerla
para que me acompañara, y ella se refugiaba en que la invitación había sido
personal, que quedaría como una desubicada delante de su amiga. Cuando ya
estaba por darle la razón sonó el alerta de un mensaje en su teléfono. Lo leyó
y mirándome con los ojos grandes me aseguró sorprendida, era Nigella diciéndome
que me dé por invitada. ¿Viste que algo de clarividencia tiene? La miré
conteniendo todo comentario sobre lo oracular de los sueños de su amiga y de lo
incomprobable que me resultaba que tuviera una pizca de verdad en sus presagios,
si lo hacía me volvería a tratar de prejuicioso y se negaría a acompañarme
hasta la casita del callejón Loustau.
Nos esperaba en la
puerta, abrazó a Nora muy fuerte y me dio la mano. Antes de invitarnos a entrar
se encaprichó en que fuera yo quien eligiera en cuál sala de la casa
almorzaríamos. Mal podría yo tomar tamaña decisión desconociendo las
instalaciones de la propiedad. Pero insistió, de los lugares comunes que
conforman las partes de una casa habitación normal ¿en cuál le gustaría que
transcurriera hoy nuestro encuentro gastronómico? Con marcada ironía. En la
cocina, le dije. Lo sabía, respondió con una sonrisa que le excedía la cara,
les he preparado pastel de papas. Adelante. Y cuando estábamos entrando me dijo
de manera casi personal, dulce, como a usted le gusta.
Debo reconocer que me
sentí en extremo sorprendido. Nadie podría decir con esa exactitud cual era mi
comida favorita. Ese plato lo preparaba mi madre cuando era un niño. A la base
de carne molida la condimentaba con pasas de uva moscatel, huevo duro y
aceitunas, y al puré de papas lo preparaba con azúcar para que quedara dulce,
agregándole antes de introducirlo al horno, un espolvoreado de canela. Pero
hacía muchos años que nadie me lo preparaba así, y estoy seguro que Nora
desconocía ese detalle. Admito que el pastel estaba riquísimo, de hecho me
repetí, y que esas reminiscencias de cocina me trasladaron a épocas lejanas
inevitables y al recuerdo imborrable de mi madre y las mesas familiares de los
domingos, pero aún así no alcanzaba para persuadirme de las dotes de pitonisa
que se arrogaba.
Desconozco el motivo
que te llevó a elegir este lugar, me dijo la turca tuteándome, ella que me
venía tratando de usted, como poniendo distancia, y agregó con tono
conciliador, la cocina es íntima, es el motor del hogar, no de la casa que es
lo material. La cocina se trata de eso, alguien que te quiere y te pasa una
receta que le gusta, y vos le retribuís ese amor, o lo homenajeas,
cocinándoselo. Por eso dejé de tratarte de usted, porque te has vuelto íntimo,
me dijo. Ahora voy a presentarte mi casa, agregó y comenzó a caminar lentamente
a mi lado, y mientras me ponía una mano en el hombro me mostró una sala
decorada solo con sillones y una mullida alfombra, con las paredes pobladas de
fotografías de personas de todas las edades, y me indicaba, este es el salón de
los ausentes. Gente que ha pasado por mi vida y me ha dejado algo. Cada vez que
sueño con alguno de ellos me recuesto en uno de esos sillones y me duelo por su
lejanía.
Siempre guiándome con
la mano del hombro fuimos hasta otro salón, este lleno de mesas, mesitas y
aparadores, colmados todos con una diversidad incontable de elementos de los
más diversos. Llaveros, estampillas, un dedal, autitos, cualquier cosa, todo
distribuido sobre los muebles, en estantes en las paredes, en mesitas de luz y
ratonas, en clavitos sobre los marcos de las puertas y ventanas, prendidos en
las cortinas. Este es el cuarto de las presencias me dijo. Acá está todo
aquello que alguien querido me regaló, se olvidó en alguna parte, perdió o
desechó, y yo lo atesoré para que siempre esté presente en mi vida y recuerde
sus enseñanzas y pueda soñar con ellos.
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