martes, 29 de marzo de 2016

LA TURCA



Hacía un frío, para mí insoportable, esa bendita mañana de principios de agosto, revolvía el café con leche en el sentido de las agujas del reloj y miraba la espuma buscando el juego infantil de las formas. Recordaba que años antes había visto, por televisión, una imagen que mostraba una constelación girando en medio del espacio negro, y cuando la cámara se alejaba quedaba revelado que se trataba de la inercia del café contenido en una taza que acababa de ser revuelto. Había buscado con mi cámara fotográfica millones de imágenes como esa y nunca, en lo que llevaba de vida, había podido lograrla. Indiscutiblemente la belleza no se encuentra en el objeto sino que es el entrenado ojo del artista el que es capaz de captar ese segundo mágico en el que la magia se produce. En esas cavilaciones me encontraba cuando fui sorprendido por Nora que, al verme en el bar de 9 de julio y Avellaneda, se había cruzado para que desayunáramos juntos. Era un sábado diáfano y transparente que arrastraba la nostalgia de otros en donde podía presumirse la transición primaveral porque había, de a ratos, un solcito que entibiaba como el abrazo fugaz de un amante al amanecer.

Nora no estaba sola. No. Nigella Abdala, me dijo, presentándome a su acompañante. ¿La conocés? La otra mujer me extendió la mano aclarando, decime turca, nomás. Alta, huesuda, pelo enrulado tomado por la nuca con una colita que le llegaba a la mitad de la espalda. Ataviada siempre con polleras o vestidos multicolores largos y anchos, igual que sus sweaters tejidos a mano, todo el año con sandalias franciscanas, con medias en invierno, al decir de Balt-Hazar era toda una “hippona”. La saludé amablemente y las invité a sentarse a la mesa, llamé al mozo con una seña y mientras se acomodaban le comenté a Nori que la noche anterior había tenido un sueño en el que ella había participado. Si no es bueno no lo cuente hasta después del desayuno, mi amigo, se adelantó la turca levantando la mano derecha a la altura del rostro y con gesto severo. Como si el ayuno mantuviera intactas ciertas propiedades premonitorias de lo onírico. Moví la cabeza asintiendo y mirándola a Norita le dije, hubieras invitado a tu amiga a que se nos uniera anoche. Ella sabía que estaba aplicando el sarcasmo. Ya habíamos tenido experiencia con un interpretador de sueños que no nos llevó a ningún lado.

No te confundas, me dijo. Ella interpreta solo sus propios sueños. Y sostiene que todas las personas podemos pasar por una situación de pesadillas cumplidas con mayor seguridad que una de sueños realizados por esa costumbre de contarlas antes del desayuno. Yo miraba a esa mujer a los ojos con cierta incredulidad, aunque al mismo tiempo la certeza con que Nora me hablaba de su talento me sumía en el lago de la incertidumbre. La turca, que al principio me había tuteado ahora me decía, ¿Usted no cree, no? Pero yo estuve más de tres años viviendo en N’djamena, en Chad, entre Sudán y Nigeria y allí descubrí que todo aquello que soñaba, de una manera u otra, se volvía realidad. A veces no era textual. Una vez soñé que mi vecina se bañaba en las aguas poco profundas y pantanosas del lago y la arañaba un gato que venía flotando en un madero. Y eso no quería decir que no debía meterse al agua sino que una mujer cercana la dañaría, y la hermana se escapó con su marido. Luego se suicidó por no haberme creído.

El cielo estaba prístino y yo no sabía de qué modo reaccionar entre lo visto y lo oído. Nora endulzaba su café y evitaba mirarme, tal vez porque ya presentía mi gesto de incredulidad, pero la turca se estaba irritando ante tanto silencio y no pudo con su genio. ¿Me creería si le digo que soñé con usted aún sin conocerlo? Me preguntó de mala manera. No sé qué contestarle, le dije. No me diga nada, agregó y tomó mi lapicera y en una hoja de mi cuaderno anotó su dirección y me desafió a almorzar en su casa ese domingo. Luego se fue.

La miré a Nora que me no me permitió emitir palabra y sentenció, estás siendo prejuicioso, primero conocela, andá a almorzar a su casa y después hablamos. Y no te hagas ilusiones de nada, te va a atrapar su personalidad, pero es lesbiana, como hombre no le interesaste en lo más mínimo.

Así hice. Al otro día busqué dos botellas del mejor vino que tenía en mi pequeña bodega y las envolví de regalo, con moño y todo, y salí primero a romper mi ayuno al pequeño Boston, desafiando esa melancolía de paredón que siempre ostentó, desde la vereda de enfrente, el Carrasco. Ninguna jornada comienza sino a partir del café con leche. Me inquietaba más a medida que transcurrían los minutos, así que antes de pedir nada, la llamé a Nora para desayunar juntos, intentaba convencerla para que me acompañara, y ella se refugiaba en que la invitación había sido personal, que quedaría como una desubicada delante de su amiga. Cuando ya estaba por darle la razón sonó el alerta de un mensaje en su teléfono. Lo leyó y mirándome con los ojos grandes me aseguró sorprendida, era Nigella diciéndome que me dé por invitada. ¿Viste que algo de clarividencia tiene? La miré conteniendo todo comentario sobre lo oracular de los sueños de su amiga y de lo incomprobable que me resultaba que tuviera una pizca de verdad en sus presagios, si lo hacía me volvería a tratar de prejuicioso y se negaría a acompañarme hasta la casita del callejón Loustau.

Nos esperaba en la puerta, abrazó a Nora muy fuerte y me dio la mano. Antes de invitarnos a entrar se encaprichó en que fuera yo quien eligiera en cuál sala de la casa almorzaríamos. Mal podría yo tomar tamaña decisión desconociendo las instalaciones de la propiedad. Pero insistió, de los lugares comunes que conforman las partes de una casa habitación normal ¿en cuál le gustaría que transcurriera hoy nuestro encuentro gastronómico? Con marcada ironía. En la cocina, le dije. Lo sabía, respondió con una sonrisa que le excedía la cara, les he preparado pastel de papas. Adelante. Y cuando estábamos entrando me dijo de manera casi personal, dulce, como a usted le gusta.

Debo reconocer que me sentí en extremo sorprendido. Nadie podría decir con esa exactitud cual era mi comida favorita. Ese plato lo preparaba mi madre cuando era un niño. A la base de carne molida la condimentaba con pasas de uva moscatel, huevo duro y aceitunas, y al puré de papas lo preparaba con azúcar para que quedara dulce, agregándole antes de introducirlo al horno, un espolvoreado de canela. Pero hacía muchos años que nadie me lo preparaba así, y estoy seguro que Nora desconocía ese detalle. Admito que el pastel estaba riquísimo, de hecho me repetí, y que esas reminiscencias de cocina me trasladaron a épocas lejanas inevitables y al recuerdo imborrable de mi madre y las mesas familiares de los domingos, pero aún así no alcanzaba para persuadirme de las dotes de pitonisa que se arrogaba.
    
Desconozco el motivo que te llevó a elegir este lugar, me dijo la turca tuteándome, ella que me venía tratando de usted, como poniendo distancia, y agregó con tono conciliador, la cocina es íntima, es el motor del hogar, no de la casa que es lo material. La cocina se trata de eso, alguien que te quiere y te pasa una receta que le gusta, y vos le retribuís ese amor, o lo homenajeas, cocinándoselo. Por eso dejé de tratarte de usted, porque te has vuelto íntimo, me dijo. Ahora voy a presentarte mi casa, agregó y comenzó a caminar lentamente a mi lado, y mientras me ponía una mano en el hombro me mostró una sala decorada solo con sillones y una mullida alfombra, con las paredes pobladas de fotografías de personas de todas las edades, y me indicaba, este es el salón de los ausentes. Gente que ha pasado por mi vida y me ha dejado algo. Cada vez que sueño con alguno de ellos me recuesto en uno de esos sillones y me duelo por su lejanía.

Siempre guiándome con la mano del hombro fuimos hasta otro salón, este lleno de mesas, mesitas y aparadores, colmados todos con una diversidad incontable de elementos de los más diversos. Llaveros, estampillas, un dedal, autitos, cualquier cosa, todo distribuido sobre los muebles, en estantes en las paredes, en mesitas de luz y ratonas, en clavitos sobre los marcos de las puertas y ventanas, prendidos en las cortinas. Este es el cuarto de las presencias me dijo. Acá está todo aquello que alguien querido me regaló, se olvidó en alguna parte, perdió o desechó, y yo lo atesoré para que siempre esté presente en mi vida y recuerde sus enseñanzas y pueda soñar con ellos.

Y este es el rincón en donde todo pasa, me dijo mostrándome un hermoso sillón muy tentador que se veía sumamente cómodo, y mi primera reacción fue recostarme sobre él. La turca se hincó delante de mí y tomándome una mano me dijo que era necesario que supiera que si me dormía allí todo lo que soñara serían revelaciones de lo que efectivamente sucedería que yo debía descifrar, y sus ojos transmitieron una tristeza inusitada. Nora, que nos había acompañado en absoluto silencio, nos abandonó con la excusa de salir a fumar. Noté que Nigella se callaba con un silencio demasiado lejano y se lo dije. Así las cosas, me respondió y siguió diciendo, yo te dije que te había soñado sin conocerte y no me creíste. El hombre es un cazador que atenta contra sí mismo, y tal vez yo no sepa morir de otra manera y por eso me conformo con hacerlo a contrapelo, de todos modos falta mucho todavía, pero el último día jamás lo olvidarás.
 
 

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